25.2 Confesiones y despedidas.

9.7K 680 7
                                    

Tras una ardua disputa de varios minutos que creía estar a punto de perder, logré que me proporcionase una silla de ruedas para poder salir. Insistió en llamar a alguien para que empujase la silla por mí, pero me negué hasta la saciedad. Ahora me daba cuenta que había sido un error rechazar su ofrecimiento, teniendo en cuenta que era incapaz de hacer girar las ruedas sin notar como algo se revolvía en la zona izquierda de mi abdomen.

Por suerte, me había revelado el número de la habitación de la chica que ya estaba bien, es decir, Sarah; así que no estaba caminando sin rumbo como un alma en pena. A pesar de que sabía dónde encontrarla, pasaron al menos veinte minutos antes de que llegase al destino. No es que fuese muy buena en lo de moverme en cosas con ruedas.

Golpeé la puerta que estaba cerrada, pero no esperé a que alguien al otro lado respondiese. La abrí como pude y entré. La sala estaba en penumbras, lo único que iluminaba las estancia era el mismo monitor al que yo había estado conectada hasta hacía apenas unos minutos y los agujeros de la persiana entrecerrada por los que se colaba la luz exterior. Al fondo se distinguía una silueta, vestida con el camisón que proporcionaba el hospital. Palpé la pared hasta dar con el interruptor de la luz. Una pequeña oleada de alegría me invadió. Ahí estaba la chica del tatuaje de las alas de ángel. Se giró para comprobar quien había encendido las luces.

Entonces, vi a Katherine.

Pronuncié algo que en mi cabeza sonó a una maldición. Ella, en un instinto de ocultar su tatuaje, arrancó las sabanas y se las puso alrededor del cuerpo a modo de toga romana, con la excusa de que hacía mucho frío. No hacía frío. En realidad, nunca había pasado tanto calor en mi vida. Jamás me habría imaginado estar en la misma sala que una no muy favorecida Katherine disfrazada de emperadora romana.

—Vamos, déjalo ya. Sé lo que eres. —Alzó una ceja, dando a entender que no comprendía a que me estaba refiriendo. Quizás aquel sería la única oportunidad que se me presentaría para vengarme de todas las maldades que me había hecho—. Bueno, más bien, sé lo que fuiste, porque voy acabar con tu vida, angelito. —Nunca había sentido semejante regocijo al percibir el terror en rostros ajenos. Se levantó, dirigiéndose hacia mí con los puños cerrados, pero por el mohín de su cara, supe instantáneamente que no conseguía sentir frío—. ¡Es broma! ¡Es broma! —reí, a punto de perder el equilibrio sobre la silla—. Lo siento, tenía que hacerlo.

Cerró los ojos y suspiró aliviada.

—Sabes que no es buen momento para hacer bromas, estamos en un hospital, ¿recuerdas? —Ay, eso dolió, sobre todo porque sabía que tiene razón—. Puedo dar por hecho que tú también eres un ángel, ¿no? Aunque no tienes alas. —Eso también me dolió.

—Antes no tenía alas. Ahora no tengo alas ni un riñón —bromeé, a pesar de que no tenía ganas de hablar sobre ese tema.

Nos quedamos durante un buen rato en silencio, cada una mirando hacia un lado. Tenía cientos de preguntas por hacerle, pero respeté su silencio. Entendía lo confusa que se podía sentir al comprender que no era la única, que había sido una estúpida al no darse cuenta de que seres como ella la rodeaban a diario sin que se diese cuenta. De hecho, también era bastante confuso para mí, ya que todos los ángeles que habíamos encontrado hasta ahora vivían en el mismo lugar. ¿Por qué todos estábamos en la misma ciudad? ¿Había algo que nos atrajese hasta aquella ciudad? Por esa regla estúpida, era posible que alguno de nuestros compañeros de clase también fuese de los nuestros. Quizás el chico de primera fila que se pasa la clase hurgando en su nariz como si estuviese escavando (o en este caso escarbando) para encontrar un tesoro. O la chica del Club de Ajedrez que siempre se sentaba a mi lado en clase de Francés, la cual no paraba de estornudar y sorberse los mocos durante toda la hora, por lo que casi siempre me perdía las explicaciones del profesor. O quizás fuese ese chico gótico que se sentaba solo al almuerzo, cuyo semblante siempre se mantenía serio, lo que daba a entender que era muy peligroso, aunque sabía que hacía ballet todos los jueves después de clase. Podía ser cualquiera.

—Bueno, ¿qué? ¿Nos movemos y buscamos a los demás o nos quedamos aquí hasta que nos traigan la asquerosa comida? —preguntó Katherine, lo que hizo que saliese de mi ensimismamiento. Comencé a mover la silla, mordiéndome la lengua para no gritar de dolor—. Anda, deja que te ayude —dijo con un tono casi apático.

Katherine parecía tener… ¿sentimientos hacia otros seres que no fuese su propio reflejo en superficies cristalinas? Asombroso.

Tras varios minutos de “visita turística” por la segunda planta y un irritante chirrido de las ruedas de goma al deslizarse sobre el parquet, decidimos que en aquella planta no se hospedaba nadie que estuviésemos buscando, por lo que subimos a la tercera planta.

Cada vez estaba más preocupada, aunque debería estarlo más, sabiendo que uno de los chicos estaba muy mal. Me sentaría muy mal, fuese cual fuese el enfermo, pero me horrorizaba la idea de que fuese Devian o Leo.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —inquirí, tratando de dejar a un lado todos los pensamientos negativos.

—Ya la estás haciendo —respondió a mis espaldas—. Pero como supongo que esa no era la pregunta, adelante. Te escucho.

Organicé en mi mente todo lo que tenía pensado decirle, ya que pude comprobar que las palabras se me trababan en la boca si no planeaba de antemano las palabras.

—No te entiendo. —Seguí hablando antes de que se le ocurriere decirme que aquello no era una pregunta—: Es decir, hasta ahora creí que eras una persona horrible. Le has dicho cosas horribles a todas las personas habidas y por haber, has sido cruel hasta la saciedad, hiriente, demasiado presuntuosa, con demasiados perritos falderos, la típica niña rica, malcriada, popular y odiosa que todos evitan mantener contacto visual más de cinco minutos por miedo a las represalias. Sin embargo, te estás comportando diferente a cómo creí que eras.

—¿Qué es lo que te ha hecho cambiar de opinión, mis alas o el que te hubiese dado la oportunidad de conocerme superficialmente? —pude sentir como todas y cada una de las palabras de su pregunta estaban cargadas de tristeza—. ¿Sabes? Sabía que era diferente al resto. Lo odiaba con todo mi ser. Quería ser como las famosas que aparecían en la televisión, cuya única preocupación era que ponerse al día siguiente. Sólo quería encajar en una sociedad injusta. Y quizás lo hice demasiado bien. —Se paró en seco, por lo que el desagradable sonido de las gomas frotando contra el suelo cesó—. Desde que mis padres me adoptaron, me consintieron en todo lo que les pedía. Primero fueron los juguetes y las golosinas. Después fueron las prendas de ropa de diseño y viajes a islas tropicales. —Se colocó delante de mí, para que pudiese verla—. En un principio, era materialista por necesidad: quería que mis padres me demostrasen que me querían de verdad, por lo que consideraba que los regalos eran la mejor manera de que lo hiciesen. Hoy en día, solo me interesan las cosas materiales para mantener las apariencias: mis padres se asustarían si dejase de comprar y acabar con el saldo de mi tarjeta de crédito. Ya los tengo bastante preocupados por los sucesos “inexplicables” relacionados con el hielo. Supongo que los tengo mal enseñados —bromeó—. En resumen y respondiendo a tu no-pregunta, no soy como actúo, digo lo que no pienso y siento lo que no digo. Sólo lo hice para encajar, así que no sé cómo salir de este embrollo en el que me he metido haciéndome la superficial. Espero que puedas ayudarme —finalizó, guiñándome un ojo.

Me prometí que nunca jamás volvería a juzgar a nadie sin saber antes su historia. Se acabó lo de juzgar a un libro por su portada. Nunca jamás.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora