28.1 Rata de biblioteca.

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—Roxana, ¿dónde está el maldito libro que te he pedido hace media hora? —gritó mi jefe desde la otra punta de la biblioteca.

Me mantuve un rato en silencio antes de contestarle porque sabía que le respondería con un gruñido si no me contenía y acabaría despedida. Si el hombre tuviese que subir en una escalera de madera carcomida por las polillas a la estantería más alta de la sala no me reprendería por tardar en encontrarlo.

—¡Ya voy, estoy a punto de encontrarlo! —exclamé lo que hizo que varias personas intentando leer sus apuntes y libros me observasen con cara de reproche—. Lo siento —me disculpé en un susurro.

Resoplé a punto de perder la paciencia. Si me habían dado las indicaciones correctas, debería estar aquí mismo.

Último intento. Si no lo encuentro me largo.

Bajé las escaleras para tener una mejor óptica de las estanterías y encontrar el libro de tapas de cuero negro y una gema de color morado. Me rasqué la frente clavándome las uñas en la carne como si lastimarme sirviese para encontrarlo.

Miré de nuevo el papel que me habían dado hacía un rato.

Título desconocido

Sección: otros.

Estantería 14.

Posición 23.

Aspecto: encuadernación de tapas duras

Gema violeta.

 

Alcé la vista y casi por arte de magia, distinguí un brillo morado, lo que supuse que sería la dichosa gema del dichoso libro de marras. Subí de nuevo las escaleras, intentando no pisar los escalones con mucha fuerza (estaba segura de que en cualquier momento se romperían). Agarré el libro, que era más pesado de lo que parecía, y me dirigí al mostrador echándole un vistazo: no tenía título ni el nombre del autor y estaba escrito a mano. Qué raro. Comencé a leer la introducción unos metros antes de llegar al mostrador:

Querido lector/a:

Este documento ha sido escrito por unas manos sabias y espero que las tuyas no sean menos. Úsalo con astucia y por supuesto, para hacer el bien. Sé que no siempre será sencillo, pero con mi ayuda podrás conseguir todo lo que te propongas.

Un cordial saludo.

-F.

—¡Roxana! ¡Quieres atender de una vez a esta señora! —me gritó Albert por décimo novena vez.

También, por décimo novena vez me disculpé y me aguanté las ganas de dejar de trabajar en la pestilente biblioteca municipal ya que necesitaba dinero.

Me coloqué detrás del mostrador, en busca de un gran libro donde apuntábamos todos los préstamos que se realizaban. Abrí por una página en blanco y luego alcé la vista para preguntarle el nombre a la señora.

Vaya.

Nadie me había avisado que aquella mujer era esposa de un jeque árabe, o al menos eso parecía. Llevaba las manos llenas de joyas, desde pulseras de oro hasta un gigante anillo con un pedrusco incrustado. Sobre la cabeza llevaba un velo blanco decorado con figuras doradas que cubría la mayor parte de su cara. Lo único que lograba distinguir eran sus ojos pardos cuyo color era intensificado por la sombra de ojos que llevaba puesta y varios mechones de pelo oscuro que se le escapaban por los bordes.

—¿A nombre de quién el libro, por favor? —Esta frase es la que más usaba a lo largo del día. Era penoso.

Alguien que habló por detrás hizo que me sobresaltara.

—No es necesario que la apuntes, ya lo he hecho yo —gruñó Albert desde la sección de ciencia-ficción.

¡Venga ya! ¿Nadie lo mira con la misma mirada de odio que lo ha hecho conmigo por hablar alto? Negué con la cabeza. Como se notaba que todos lo temían.

Le recordé que tenía que devolver el libro antes de dos semanas, mientras que se lo tendía a la mujer, la cual asintió con la cabeza y se marchó sin mediar palabra.

Me senté en una mesa situada al lado de una ventana que daba a la calle. Ya era una costumbre. Una costumbre que me hartaba. Todos los días hacía lo mismo: salía de casa, abría la biblioteca, me tomaba un descanso en una cafetería que estaba en frente a esta y volvía a trabajar. Más tarde (con un poco de suerte) salía de trabajar medianamente temprano y tenía el resto del día para mí.

Di un sorbo a mi café mientras seguía con la mirada posada en la calle. Me aburría la rutina. ¿No se suponía que como ángel debería estar haciendo algo más importante/interesante? Siempre había temido que las cosas cambiasen tanto que no reconociese nada en mi pasado, pero un año después, que no hubiesen cambiado absolutamente nada me daba asco.

Siendo poéticos, la luz continuaba siendo una metáfora de las cosas buenas y la oscuridad una metáfora de las sombras dentro de algo luminoso.

Siendo realistas, la herida de la pérdida de Leo todavía no se había cerrado del todo y la necesidad un cambio, ya fuese pequeño como que nos fuésemos de viaje o grande como la gran guerra de la que todas hablaban y en la que nadie creía, cada vez era mayor.

—¿Qué hay Roxy? —saludó uno de los camareros.

—Hola Beau, ¿qué pasa?

En este último año, Beau había sido como un hermano mayor para mí. Desde que visitaba con mayor frecuencia la cafetería me había apoyado incondicionalmente en mis decisiones a pesar de que apenas nos veíamos un cuarto de hora cada día.

—¿Qué sucede? Pareces triste —me dijo, sentándose en la silla en frente a la mía, apoyando su cabeza en el servilletero y girándola de un lado a otro. Era el mejor, sabía que eso siempre me sacaba una sonrisa cuando tenía un día tonto como el de hoy—. Ahora que he logrado que sonrías, ¿me vas a decir que te pasa? —rogó haciendo pucheros.

Me mordí los labios.

—No es nada. Sólo estoy exhausta de la rutina. Ya se me pasará.

—Sí... ¿Y? Sé que no es sólo eso. ¿Es por culpa de papá? ¿Cuántas veces te ha reñido hoy? —preguntó posando su vista en la biblioteca.

Beau era hijo de Albert, mi jefe, otro de los motivos por el cual habíamos congeniado tan bien: él estaba tan cansado de su padre como lo estaba yo.

—No lo quieras saber —reí, lo que hizo que se formasen unos bonitos hoyuelos en su rostro—. Debo irme —le tendí un billete para pagar el café.

Hizo un gesto negativo con la mano.

—Descuida, invita la casa.

—Gracias. —Alcé la vista hacia la ventana para asegurarme de que Albert todavía no había salido a las escaleras a tocarse la muñeca mirando hacia la cafetería, lo que indicaba que yo llegaba tarde. En cambio otra persona estaba en su lugar, una persona que no veía desde hacía más de un año. Leo. —. Mierda...

Dicho esto, salgo corriendo hacia él. 

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora