22.1 El viaje de nuestras vidas.

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Mis alas se negaban a crecer. Parecía que estaban pegadas a la pared interna que daba a mi costado, escuchando mis lamentos y riéndose de mí como si fuesen ajenas a mi desdicha. Quizás no me crecían porque jamás lo harían, porque era un ángel sin alas, un ángel defectuoso. No sería la primera vez que le pasaba a uno de nosotros, ¿no? Quizás ni siquiera fuese un ángel. Quizás fuese un humano con una mutación genética, al igual que nacen personas con un ojo de distinto color al otro, podrían nacer personas con ciertas habilidades sobrenaturales. O quizás, lo cual era más probable, me estaba volviendo completamente loca.

En el mismo instante en el que me estaba mirando en el espejo, me prometí mentalmente que aquella sería la última vez que me pasaba minutos y minutos observando mi espalda desnuda, con la esperanza de que dos pequeñas grietas comenzaran a asomar en ella. No tenía sentido martirizarse con el deseo de ser igual que los demás. Si no me crecían, ¿qué? Continuaba siendo un ángel. O al menos, eso creía. Aunque, ¿qué era un ángel sin sus alas? Un juguete roto, la noche sin oscuridad, un recuerdo olvidado, un suspiro sin motivos, una lucha sin objetivos.

Le di la espalda al espejo cansada de preocuparme sin necesidad. Ahora era tiempo de pasarlo bien, de disfrutar, no de romperse la cabeza con algo que no estaba en mis manos que sucediese o no.

Bajé las escaleras hacia la cueva a la que le dábamos el merecido nombre de sala de entrenamientos. Llegaba tarde a nuestro último adestramiento antes del viaje a Nueva York, que sería en apenas cuatro horas. Lisa se había empeñado en levantarnos temprano (apenas eran las tres de la madrugada), ya que, según ella, no podíamos perder ni un solo segundo. En ocasiones, que fuese tan estricta e intransigente llegaba a ser muy agotador.

Como no, era la última en llegar. Todos me estaban esperando mientras aprovechaban el tiempo para calentar. Cuando abrí el portal todos me miraron con recelo, por lo visto había dormido más que ellos. Tenían los ojos rojos, unas profundas ojeras oscuras y cada vez que la intensidad de la luz aumentaba, entrecerraban los ojos heridos.

Tras calentar durante diez minutos, comenzamos a pelear uno contra uno, hasta que el reloj dio las cinco menos cuarto de la madrugada. Aún podríamos haber dormido un rato más si no tuviésemos que estar en el aeropuerto al menos una hora antes del despegue del avión.

Me dirigí hacia uno de los baños, antes de que alguien se me adelantara, para darme una ducha rápida. Abrí el grifo del agua caliente y la del agua fría, metiéndome en la ducha sin esperar a que estuviese bien regulada, lo que hizo que estuviese dando saltos debajo del chorro de agua que caía sobre mí durante unos agónicos segundos.

De repente, noté con mucha fuerza el pulso del corazón en las sienes, además, estaba empezando a temblar. Sabía lo que significaba eso. Me anudé una toalla alrededor del cuerpo antes de caer rendida en el suelo. Tendría que aprender a controlarme si no quería acabar mal. Esperaba que me diese tiempo a salir de la ducha, pero antes de lo que tenía previsto, desaparecí de la superficie de la tierra para entrar en mi mundo premonitorio.

Me estaba viendo a mí misma, como si fuese una tercera persona, viendo lo indefensa, lo débil, lo menuda que parecía. Cómo engañaban las apariencias. Yo nunca había sido así, aunque lo aparentase.

Estaba tumbada en la tupida hierba, en medio de un claro de un bosque, en medio de la nada. El cielo estaba encapotado, aunque las nubes no descargaban su lluvia. No se oía ningún ruido excepto el del viento batiendo contra las ramas de los altos árboles que me rodeaban. La humedad impregnada en el ambiente hacía que el pelo se me pegase a la cara. Llevaba puesto un vestido blanco bastante flojo que jamás en mi vida había visto. Alrededor de la frente tenía una bonita corona de flores de distintos colores. Tenía los brazos sobre el pecho. Tenía los ojos cerrados. En un principio pensé que podía estar dormida, pero no, estaba muerta.

Me acerqué corriendo a mi cuerpo inmóvil, arrodillándome junto a él. Me busqué el pulso, pero obviamente no era capaz de encontrarlo. Miré lo que me rodeaba, con la esperanza de encontrar algún indicio sobre lo que me había pasado. Nada. Todo estaba tan sereno que podría haber jurado que por allí no había pasado nadie en años. Pero no era así.

De entre la maleza se podía percibir unos ligeros pasos, tan delicados que parecía que no estaban tocando el suelo, no parecían de este mundo. Me mantuve quieta, sin respirar, sin pestañear, hasta que los pasos fueron apenas audibles. Seguramente habría sido un animal buscando comida, ¿qué si no?

Por un momento, todo pareció detenerse. El viento, las finas gotas de lluvia que comenzaban a caer, la hierba ondulándose, el movimiento de los árboles, el latido de mi corazón. Delante de mí, apareció un chico joven. Se aproximó hasta la yo inconsciente. Se arrodilló a su lado.

En su cara se podía percibir odio, pero también cierta pizca de un profundo dolor. Me acarició la mejilla con las yemas de los dedos con tal suavidad que parecía que temía que me resquebrajase como una muñeca de porcelana. Me susurró algo que no comprendí al oído, como si pudiese oírle. Aproximó su mano hasta la mía hasta tenerla sujeta firmemente. Cuando agarró la mano de la chica tumbada en el suelo, pude notar su tacto en mi mano, dulce y exigente. Me llevé los dedos hasta el lugar donde estaba notando su tacto. Era una sensación extraña. Le siguió susurrando cosas al oído hasta que perdí los nervios.

¿Qué sentido tenía aquella visión o lo que Dios quiera que fuese? ¿Me iba a morir? ¿Tenía que tomarme aquello literalmente o solo era una metáfora de lo que sucedería? ¿Qué diablos me estaba susurrando al oído? ¿Por qué no podía verle la cara? ¡Ah!

Me allegué hasta estar a la misma altura que ellos. Me arrodillé a su lado, intentando escuchar lo que le estaba diciendo, pero no lo conseguía. Le grité, pero se mantenía imperturbable, como era lógico, él no era real, al menos, no del todo.

—¡Cállate, maldita sea! ¡Cállate! —Por lo visto, sí podía oírme—. ¡Yo no he elegido esto! ¡No quería que te pasara esto! ¡No tenía elección! ¡No la tenía! ¡No sabes cuánto me gustaría poder olvidar este día…! —gritó al viento.

Se lamentaba una y otra vez, ¿queriendo disculparse?, pero aquello no me decía mucho, lo único que sabía es que me había matado, o que no había impedido que lo hiciesen. Por primera vez, el chico se giró para mirarme. Seguía sin verle el rostro. Delante de él tenía una especie de velo imaginario que hacía que no pudiese verlo.

—¿¡Quién eres!? —grité por última vez antes de rendirme.

—Yo soy…

El agua que continuaba saliendo del grifo me resbalaba por la cara. Abrí los ojos lentamente; los párpados me pesaban más de lo habitual. Miré hacia el techo hasta que recuperé por completo la cordura. Por lo general, cuando me ocurría, tardaba unos diez minutos en volver a ser la persona que era. Me dejaba bastante rara.

Espera… ¿cuánto tiempo llevo aquí dentro? ¡Diablos, vamos a llegar tarde por mi culpa!

A la vez que pensaba en lo que había sucedido en la visión, me sequé, me vestí y me cepillé el pelo. ¿Quién sería aquel chico? No quería creer que fuese Devian, el no sería capaz de matarme ni dejar que me matasen, pero, ¿qué otro opción había?

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora