6.1 La verdad y nada más que la verdad.

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El hombre me miraba con cierta pincelada de curiosidad en los ojos. Estaba de pie, impasible, mientras lo acusaba de habernos abandonado a mis padres y a mí. No entendía como había sido capaz de fingir que había muerto durante tantos años. Me dolía pensar que no le importaba tanto como creía, que no le importaba tanto como él me importaba a mí. También podía ser que mis padres hubieran mentido, a lo mejor habían sido ellos los que habían abandonado al abuelo, los que me habían mentido. No sabía a qué atenerme, no sabía a quién otorgar el beneficio de la duda.

—Roxy, él no es tu abuelo —aclaró Devian sorprendido.

¿Qué estaba pasando?

—P-pero—tartamudeé—, esto no puede ser real, esto debe ser un maldito sueño, todas estas cosas no son reales, no lo son. —Estaba intentarme auto-convencerme de algo que no era cierto, sabía de sobra que todo aquello era real, a no ser que me estuviese volviendo loca, algo que no descartaba del todo.

—Vamos a la sala de estar, intentaremos explicarte todo lo que esté a nuestro alcance— dijo mi supuesto abuelo, señalando con la mano una puerta.

Quizás había decidido confiar en ellos demasiado temprano. Dejé que ellos entraran primero, por temor a que fuese una sala de torturas en la que me encerrarían hasta que mis padres le hiciesen una oferta cuantiosa. Devian fue el primero en entrar, después Alban y por último yo.

Aquella sala de estar era enorme y muy moderna respecto la apariencia exterior de la casa. Estaba dividida en dos zonas, una un poco más pequeña que la otra.

La primera, consistía en varios sillones color crema rodeando una pequeña chimenea (apagada) con ornamentos de figuras de ángeles en plateado y figuras de demonios en dorado. Sobre la repisa de la chimenea había un televisor viejo extremadamente grande.

La otra zona era más espaciosa. Tenía una mesa de caoba, con unas ocho sillas a su alrededor, del mismo tipo de material. Del techo colgaba una flamante araña de cristal de color azul intenso, a juego con varios cuadros cubistas que había colgados a lo largo de la estancia. A escasos metros de la mesa había un gramófono restaurado, sin duda una auténtica antigüedad. Sentí el deseo de escuchar el vinilo que había colocado en él, pero mantuve la distancia porque estaba segura de que acabaría rompiéndolo. Por último, había un mueble hecho en su mayor parte de cristal, donde se observaban distintos objetos como vajillas con dibujos en miniatura, figuras de porcelana, fotos enmarcadas… En la mayoría de las fotos aparecían tres personas aparentemente muy felices, jugando en la playa, posando con un paisaje de nieve a sus cuestas o simplemente mirando a la cámara y sonriendo de oreja a oreja. Estas tres personas eran un hombre: Alban, aunque unos años más joven. Un niño, Devian. Y una niña. Hubiese sido un armario normal, con objetos que no se salían de lo común, si la niña de las fotos no fuese yo.

No puede ser…

Traté de mantener la calma. Al menos en aquella sala no había nada fuera de lo común. No había nada que pudiese ser propio de un cuento de fantasía o ciencia-ficción.

A no ser por las fotos…

Alban chasqueó los dedos tres veces que en un principio creí que era para llamar mi atención, pero no. De repente, una pequeña llama azul afloró del centro de la chimenea. No era fuego, eso estaba claro, a no ser que el fuego fuese capaz de levitar en el aire y hacer ruidos extraños. La llama se acercó lo más rápido que pudo a mí. Se quedó a unos pocos centímetros de mi cara, no le veía los ojos, si es que los tenía, pero estaba segura de que estaba inspeccionando cada milímetro de mi cuerpo. Yo hice lo mismo que aquel ser diminuto. Era hermoso, esa fue a la conclusión que llegué. Lo acaricié, teniendo la seguridad de que no me quemaría a pesar de que tuviese la apariencia de ser fuego. Hubiese jurado que aquella cosa se rió de placer, era una risa muy aguda, muy enigmática.

Los interrogué con la mirada.

—Vale, ahora es cuando me explicáis qué diablos es esto —exigí señalando la pequeña llama azul que grito de indignación al haberlo designado por “esto” —, por qué esta casa es tan… diferente, por qué me pasan cosas extrañas y por qué diablos conocéis a mi doble. Y por favor, basta de mentiras por hoy.

Sí, esa era la conclusión a la que había llegado, que tenía un doble. ¿Qué otra cosa podría ser si no?

—Está bien, está bien —me calmó Alban—. Tranquilízate, te contaremos todo. —Puso su mano derecha en alto—. Juramos decir la verdad y nada más que la verdad.

—La historia es larga, así que más vale que te pongas cómoda —dijo el chico señalando uno de los sillones.

Me senté pesadamente en el mullido sofá haciendo mucho ruido. Alban se sentó en el asiento de enfrente y Devian se sentó en el apoyabrazos de mi sillón.

—Bien, creo que empezaré a hablar yo, ¿de acuerdo? —preguntó Devian. Asentí—. Bien, pues todo empezó…

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora