16.1 Tic-tac boom.

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Era de noche, en menos de dos horas comenzaría a amanecer. Hacía calor y la camiseta empapada de sudor se me pegaba a la espalda. Aquel pueblo estaba sumergido en la absoluta oscuridad. Lo único que evitaba que tropezara con mis propios pies era la pálida luz que emitían las escasas estrellas y la luna. La calle estaba desierta, al menos, a la vista. De vez en cuando se oían maullidos de una pelea de gatos, cantos tardíos de borrachos angustiados, vagabundos lastimeros, perros callejeros, pájaros surcando la noche, árboles danzando al compás del viento, escobas frotando el suelo, trabajadores que llegaban a casa tras su jornada nocturna… No sabía dónde estaba. Ni por qué estaba tan nerviosa. Ni por qué el corazón retumbaba en mi pecho con tanta fuerza, a punto de estallar como fuegos artificiales. Ni por qué corría como una loca. Ni por qué me sentía tan sola. Sólo tenía la certeza de que no estaba a salvo. Ninguno de nosotros estaba a salvo. Nunca más lo estaríamos si no encontraba lo que estaba buscando. El problema es que no sabía que estaba buscando. Me estaba guiando por impulsos, por presentimientos.

Seguí corriendo sin reducir el paso durante un largo trecho. De repente, escuché pasos detrás de mí. Unos cuatro o cinco, quizás. Intentaban ser silenciosos, pero su poca ligereza los delataba con creces. Su intención era atraparme por sorpresa, aunque eran demasiado torpes para hacerlo correctamente. Apuré el paso todavía más, pero sabía que así no aguantaría mucho más corriendo. Corría, corría, corría. Era veloz, pero aquellos torpes cazadores también lo eran. No era suficiente.

A lo lejos se distinguía un pueblo contiguo notablemente iluminado con cientos de luces de neón. No me creía que el apagón fuese una mera casualidad, lo habían causado, estaba segura. Quizás hubiesen cortado varios cables o sobornado a alguien en el ayuntamiento para que cortase la luz pública durante un par de horas. Durante la caza del ángel de hielo.

Me interné en un bosque. Tal vez no fuera muy buena idea, pero era lo único que se me ocurría para confundir a mis captores que todavía me seguían. Ya no intentaban ser silenciosos, ahora lo único que querían era atraparme, me enterase de que me estaban persiguiendo o no. Me detuve detrás de un árbol a recuperar el aliento. Me acuclillé, con la espalda apoyada en el tronco. Me puse una mano delante de la boca para que no se escuchase mi agitada respiración. Por lo visto, no los había despistado. El grupo se detuvo a unos escasos metros de mí, respirando pesadamente. Me atraparían. Estaba acabada.

—Vamos, panda de inútiles. No nos iremos sin la chica —dijo una voz ronca que parecía el cabecilla del grupo.

Pues yo no me iría sin encontrar lo que estaba buscando.

A ver quién ganaba la partida.

Cada vez estaban más cerca. Diez metros. Ocho metros. Seis metros. Me encogí sobre mí misma. Cuatro metros. Apreté la mandíbula. Dos metros. Pasaron de largo. Sonreí agradecida, parecía ser que un árbol a punto de partirse en dos y unas cuantas ramas rotas eran un buen escondite. Eso, o ellos eran bastante malos en su trabajo.

Varios minutos más tarde, reanudé mi búsqueda. Tendría que salir del bosque. O tal vez no. No. No saldría. Estaba más cerca que antes. Tenía que estarlo.

Esta vez, caminé despacio, aguzando todos los sentidos. Una rama se astilló. Me giré inconscientemente, temiendo lo peor. Por suerte, sólo había sido una ardilla. Tropecé con una rama y me caí al suelo. Me levanté mientras me limpiaba las hojas que se me habían quedado pegadas a la cara. Me froté la tierra de las manos.

Alcé la vista.

Ahí fue cuando supe dónde estaba lo que buscaba.

Seguía igual que la habíamos dejado. Pintada de azul claro y en ruinas. Subí los escalones, hasta llegar al porche. La madera crujió ruidosamente bajo mis pies. La puerta no tenía pomo, por lo que tuve que darle varias patadas para abrirla. Entré, con una sonrisa en los labios aderezada con añoranza.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora