14.1 Vida en riesgo.

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—¿Y se puede saber por qué nunca le has leído la mente a esas chicas que vosotros decís? —intervino Alban en nuestra ya prolongada discusión.

Desde que nos habíamos despertado (tras el reinicio que había deseado Lisa), no habíamos hecho otra cosa que discutir a gritos, dar portazos y soltar amenazas sin sentido. Discutimos hasta que Alban nos amenazó con encerrarnos en la sala de entrenamientos durante una semana como animales enjaulados.

—¡No es tal fácil! —exclamó indignado—. No soy capaz de leerle la mente a sólo una persona cuando estoy rodeado de cientos de ellas. Me volvería loco si tuviese que escuchar los pensamientos de todos a la vez.

—Pues ya podéis ir descubriendo de una vez que son —amenazó con una mirada severa.

Antes de lo que me hubiese gustado, estaba dirigiéndome a la cafetería en la que había quedado en tan sólo diez minutos con ellas dos. Aquel día, quizás aumentaría los huéspedes de la casa de Alban. La verdad, no sabía si me gustaba demasiado la idea. Por un lado, me agradaba, eran mis amigas, las adoraba y que fuésemos tan parecidas era estupendo. Por otro lado, había un sentimiento de desaprobación ante aquella posible nueva situación. No sabía exactamente cuál era el motivo de mi rechazo, tal vez fuese que me sentiría desplazada, antes había sido la nueva, la que más importaba en aquel momento.

¡Qué egocéntrica, por favor!

¿Devian había sentido lo mismo cuando yo había llegado? Se me pasó por la cabeza otro posible motivo del rechazo, aunque era una idea un tanto absurda: tal vez fuese porque temía que dejase de importarle a Devian.

¡Ni que me preocupe lo que le importe a Devian!

Pensándolo bien, ellos dos me debían odiar mucho. De hecho, lo que iba a hacer, era una misión suicida. ¿Por qué me enviaban a hablar con ellas si podían ser ángeles de fuego? ¿Y si me mataban? ¿Recaería sobre su conciencia?

Me estaba volviendo paranoica.

Intenté abrir la puerta de la cafetería. La empujé con mucha fuerza, pero no abría. Me golpeé parte de la cara contra el cristal. Me percaté de que había un pequeño letrero de latón, bajo la palabra “abierto”, que ponía tirar. Me regañé mentalmente. Era tan irremediablemente patosa. A través de la cristalera, pude observar como Sarah y Lisa me observaban a la vez que se reían de mi gran torpeza.

Me senté pesadamente en uno de los pequeños sillones que rodeaba la mesa.

—Ahorraos el chiste malo sobre mi cara empotrada contra el cristal —supliqué tras pedirle un café al único camarero que había.

Tras varios minutos de risas ahogadas, comentarios sarcásticos sobre cosas totalmente diferentes y gemidos tras quemarnos la lengua varias veces al probar nuestras bebidas extremadamente calientes, empecé a hablar sobre el tema.

—El otro día pasó algo extraño. —Ambas comenzaron a ponerse pálidas, se revolvían inquietas en sus asientos—. Mientras Leo estaba actuando. —El pálido de Lisa empezó a cobrar un color verdoso—. Fue como si fuese transportada a otro lugar. ¿No habéis sentido lo mismo?

Negaron con la cabeza, sin mediar palabra.

Si no hablaban sobre el tema, no podría conseguir averiguar nada. Si las ponía nerviosas quizás utilizaran su poder inconscientemente, no sería demasiado arriesgado ya que en la cafetería no había ni el primer cliente, exceptuándonos a nosotras. Y bueno, el camarero que estaba dentro de la cocina, pero con probabilidad estaba ensimismado viendo la televisión de la que llegaba el sonido hasta donde estábamos.

La cuestión era como conseguiría ponerlas nerviosas o incomodarlas hasta tal extremo.

—Lisa, el otro día he visto a Leo. —De nuevo, se volvió a revolver incómoda en su sillón—. Estaba con una chica, agarrado de la mano. Creí que le gustabas —suspiré—, supongo que como no diste señales de que sentías algún interés por él, se cansó de esperar…

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora