25.1 Confesiones y despedidas.

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Dos segundos, tres segundos, cuatro segundos, cinco segundos, seis segundos, siete segundos, ocho segundos, nueve segundos, diez segundos… Inspiré, expiré, inspiré, expiré.

Empecé a abrir los ojos, no sin un gran esfuerzo. Podía observar una enorme luz justo encima de mí. Estaba recostada por lo que podía verla sin alzar la cabeza. ¿Era esa la luz de la que todos hablaban? ¿La luz al final del túnel? ¿Ya me había muerto?

No, no era ninguna luz al final del túnel. Tampoco me había muerto. Al menos, no por el momento.

“La luz al final del túnel” no era otra cosa que las bombillas llameando de una pequeña, aunque potente lámpara que estaba situado sobre mí. Estaba recostada encima de algo blando, que supuse que sería un colchón, pero que no podía asegurar con total certeza, ya que era incapaz de mover el cuello sin sentir un dolor atroz. La cama se balanceaba tanto que apostaría mi colgante de la pluma de ángel a que si me movía más (algo imposible, porque me dolía todo el cuerpo) las patas que la sujetaban cederían y yo acabaría en el suelo, todavía más dolorida. La claridad me dejó de molestar en los ojos, por tanto pude examinar la estancia con más detenimiento. A parte de lo anteriormente mencionado, sólo había una máquina que emitía pitidos regulares, la cual tenía cientos de cables que estaban conectados a mis brazos y un armario blanco minúsculo. La sala era completamente austera y de un color blanco enfermizo. Al fin, me percaté de que estaba en la habitación de un hospital y recordé todo lo que había pasado.

Grité. Grité a pleno pulmón. Grité hasta que no hubo más que gritar. Hasta que mi voz afónica, se hizo añicos. Hasta que mi cuerpo se convirtió en una bola de fuego. Enmudecí y el silencio dio paso a las lágrimas. No me gustaba llorar. Lo odiaba con todo mi ser. Las lágrimas me hacían parecer débil. Odiaba parecer débil. Pero en aquel momento, era lo único que me calmaba, lo único que hacía que mi frustración se viese eclipsada.

¿Qué habría sido de los otros chicos? No se habían muerto, ¿verdad? No, no se habían muerto.

Reanudé mis gritos, esta vez con más intensidad.

Un hombre de unos treinta años, con un traje azul marino que indicaba que era enfermero, entró en la sala cuando la máquina reflejó mis pulsaciones que se habían disparado.

Al verlo, mis gritos frenaron en seco.

—Hola, preciosa.

No respondí. Me quedé sumergida en mis pensamientos, con la vista clavada en un mechón rebelde de su cabello que salía disparado de su coronilla.

Comprobó la pantalla del cachivache con cables, pulsó cientos de botones, introdujo en mis venas un líquido naranja a través de una jeringuilla y después, se dispuso a dirigirme algunas palabras de ánimo, aunque yo me mostrase reacia.

—¿Te explico todo lo que ha pasado hasta que has llegado aquí? —Formé una afirmación con los labios que no llegué a pronunciar —. El metro sufrió una serie de averías, así que se paró en seco. Por una de las puertas de emergencia que hay cada cierta distancia en las vías, cinco personas encapuchadas se colaron en el tren, con la intención de matar a todos los pasajeros, pero por suerte, sólo hubo cinco víctimas mortales. Por desgracia, han huido y en las comisarías no hay datos sobre ninguno de estos tíos. —No sé por qué, quizás por el efecto de la anestesia, que todavía me atontaba, sonreí al oír como un tipo aparentemente tan formal como él pronunciaba la palabra “tíos” —. Después, un grupo de rescate os encontró a todos los pasajeros con al menos una bala en el cuerpo y muchísima agua en el suelo. ¿Tienes idea de por qué había tanta agua en el suelo? —Claro que sabía a qué se debía tanta agua. Negué con la cabeza, frunciendo el ceño, para incrementar la sensación de desorientación. El hombre suspiró desanimado—. En fin, os trajeron aquí lo más rápido que pudieron. En lo tocante a tu caso, tienes varias costillas rotas, numerosas contusiones, un sinfín de heridas, dos heridas de bala, un enorme chichón en la cabeza y tenías un riñón destrozado por uno de los impactos, por tanto tuvimos que extraerlo. —Oh, genial. Sin alas y ahora sin un riñón—. La buena noticia es que te estás recuperando muy rápido. Es más, te estás recuperando tan increíblemente rápido que no pareces humana —bromeó, mostrando una amplia sonrisa.

Imité su gesto, tratando de ocultar el nerviosismo que se había apoderado de mí al ser al ser completamente consciente de que no era humana y que todavía no sabía nada de mis amigos. Por un instante había creído ser normal, pero todo había sido una falsa ilusión.

—Y-yo —Me aclaré la voz— Yo venía con otros chicos… —Me asusté al darme cuenta de que no sabía con quién había estado hacía… ¿unas cuantas horas? ¿Un día? ¿Dos? Tampoco sabía cuánto tiempo había estado inconsciente. Me sentía tan sumamente desorientada que creía haber vuelto a cuando me había mudado por última vez con mis padres de pega—. Estaba con cuatro chicos… Cuatro chicas, creo. ¿Sabes que ha sido de ellos? —No estaba segura de querer saber la respuesta.

El hombre observó unos papeles que tenía en la mano, los cuales no me había percatado de su presencia hasta el momento. Se frotó la barba de varios días con el pulgar.

—¿Eres del grupo de los europeos? —Asentí—. Una de las chicas ya está bien, le daremos hoy mismo el alta, pero no recuerdo como se llama. Tiene el pelo negro, largo… Una de la que tiene un enorme tatuaje de unas alas en la espalda —explicó, tocándose las cuestas, como si no supiese que era una espalda o donde se situaba. Tenía que ser Sarah—. Da miedo que varios de vosotros tengáis un tatuaje idéntico, ¿sois una especie de secta satánica? —preguntó, haciendo bailar sus cejas.

Aquel no era el mejor momento para hacer bromas sobre un tema tan delicado. De hecho, hacer bromas sobre enfermos era una crueldad.

—Ha sido una promesa. Si aprobaban todo se harían el mismo tatuaje —inventé a la vez que tragaba saliva sonoramente.

—¿Por qué unas alas?¿Tiene algún significado?

Bufé, a punto de perder los nervios. Por lo visto, mi mal genio no desaparecía ni en los peores momentos.

—¿Nos podemos centrar en lo que te he preguntado?

Sonrió con amabilidad, lo que hizo que tuviese ganas de pegarle en la cara. En efecto, si pudiese moverme con facilidad ya lo habría hecho. Se sentó en un sillón que había junto a mi cama, por lo visto iba a tomarse su tiempo hablándome.

—Todos están bien, menos uno de los chicos. No sabemos si saldrá de esta —respondió, bajando la vista hacia sus zapatos blancos—. Lo siento mucho.

No. No. No. No quería oír ni el primer lo siento saliendo de la boca de nadie. Nadie había muerto, nadie se moriría.

Podría jurar que oí como mi alma cayó al suelo, rompiéndose en cientos de diminutos trozos. El alma de los ángeles era tan débil y cristalina como la de los humanos.

—¿Quién? —logré pronunciar tras varios intentos de acallar los sollozos que se negaban a parar.

—No lo sé, no he visitado a ese chico. —Miré hacia el techo, perdiendo la vista en las luces que me cegaban—. ¿Quieres saber algo más antes de que me vaya? Supongo que querrás saber cuánto tiempo llevas aquí y si vuestras familias saben algo de vosotros —dijo, esperando a escuchar una respuesta. Hice un gesto con las manos para que prosiguiese—. Apenas lleváis dos días aquí. Respecto a vuestras familias, nos hemos puesto en contacto con algunas de ellas, pero no podrán venir aquí pronto, ya que no quedan vuelos disponibles y para cuando los haya vosotros ya podréis volver a casa, por lo que no vendrán a veros. —Ya de pie, se alisó las arrugas que se habían formado en sus pantalones, dispuesto a marcharse—. ¿Algo más?

—Quiero salir de esta habitación.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora