28.2 Rata de biblioteca.

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Cuando salí de la cafetería, un crío me entretuvo al casi atropellarme con su bicicleta. Por si fuese poco, después se paró a reñirme por "casi haber destrozado su súper molona y nueva bici que le había comprado su papá por su cumple la semana pasada".  Como no podía ser de otra manera, le gruñí. Me observó con los ojos asustados para luego largarse, pedaleando con toda la fuerza de la que disponían sus diminutos piececitos.

Crucé corriendo la plaza que separaba la biblioteca de la cafetería levantando polvo y espantando palomas a mis espaldas. Grité el nombre de Leo, haciendo que mi corazón botase de felicidad.

No entendía que estaba pasando, cómo, ni por qué. No tenía sentido que Leo estuviese a apenas unos metros de distancia, pero me daba igual, él estaba ahí y eso era suficiente.

Bajó despacio las escaleras con la vista pegada en el suelo. Parecía que no me había escuchado, aunque con el chillido que había soltado al tropezar con el primer escalón, bien podría haberse percatado de mi presencia, pero aun así, volví a llamarlo. Al llegar al final de las escaleras se fue en la dirección opuesta a mí.

¿Acaso no me recuerda?

¿Pero que estaba pensando? ¿Cómo no me iba a recordar?

Apreté el paso hasta estar a su altura. Lo agarré por un brazo para que se detuviese, pero se empeñaba en seguir caminando, así que intentó zafarse de mis manos con toda su fuerza.

—¡Suéltame de una vez, tía! —gritó sin mirarme directamente a la cara.

Solté su brazo como si hubiese recibido una descarga eléctrica. Jamás podría olvidar la voz del chico de la sonrisa triste, y esa no era su voz.

Al fin, se giró y pude observar su rostro. Era moreno con el pelo oscuro, pero su mirada no tenía la misma intensidad que tenía Leo con sus ojos verdes.

—Lo siento... Yo creí que... Creí que eras... Lo siento —me disculpé haciéndome pequeña a cada palabra que susurraba.

Torció su boca en un gesto de desagrado.

—¡No te vuelvas a acercar a mí, loca!

Dicho esto, se esfumó de mi vista caminando tan rápido como si me temiese.

Reemprendí el camino de vuelta al trabajo. Era estúpida. ¿Cómo podía haber pensado que aquel chico era él? Había muerto. Estaba muerto y jamás volvería a verlo. Pero... pero hacía apenas unos minutos habría jurado mil y una veces que ese chico era él, incluso había movido su pelo igual que él. No lo comprendía.

Supe, que tras aquello, la herida que estaba prácticamente cicatrizada se había abierto un poco.

Miré mi reloj de pulsera, comprobando que llegaba diez minutos tarde. Si se enteraba mi jefe, me la cargaría.

Trabajar allí era bastante aburrido, si no te aburrías por tu propio pie, la gente que estaba sentada estudiando o leyendo acababa transmitiéndote su aburrimiento. Lo más entretenido que se me había encomendado era colocar libros en su sitio o buscarlos y apuntar los préstamos. La mayor parte del tiempo me hallaba detrás del mostrador estudiando, haciendo las tareas, leyendo un buen libro (y allí había muchos) o mirando al infinito. Además, el sueldo era un asco.

Aquel día no era una excepción y lo único que me consolaba era pensar que saldría en menos de dos horas para celebrar el cumpleaños de Devian. Sí, odiaba celebrar los cumpleaños con todo mi ser, pero se lo debía, él había hecho que los odiase un poquito menos.

Estaba medianamente alegre, a pesar del incidente de hacía unas cuantas horas. Bueno, feliz hasta que llegó el Duende. El Duende es un apodo "cariñoso" que Beau le puso a su padre cuando, con doce años, se percató de que era al menos dos cabezas más pequeño que él. Desde aquel día, todos los sermones que le echaba perdían seriedad porque se imaginaba a su padre vestido con la indumentaria de un elfo mitológico, con la flauta mágica de madera incluida. Yo intentaba hacer lo mismo, aunque apenas era unos centímetros más grande que el hombre.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora