22.2 El viaje de nuestras vidas.

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Alban detuvo el coche a escasos metros de la entrada del aeropuerto. Dirigió su vista, a través del retrovisor, a la parte trasera del coche. Los cuatro nos habíamos sentado atrás ya que el hombre era propenso a propiciar pequeños puñetazos en las piernas del copiloto cuando se estresaba al volante, cosa que sucedía con mucha frecuencia. Lo hacía de manera involuntaria pero era doloroso e irritante. Estábamos apretujados, unos sentados encima de otros, sintiéndonos como sardinas en una lata de conserva.

—Pasadlo bien, chicos —nos dijo con un brillo en sus ojos, cual brillo de orgullo de un padre hacia su hijo—. Os recuerdo, cuando volváis uno de vosotros tendrá que venir delante, no me voy arriesgar otra vez a que me multen por vuestra culpa.

Todos refunfuñamos indignados.

—No es nuestra culpa que las tomes con nosotros cuando alguien te adelanta —acusó Lisa en tono neutro.

—Venga, salid de una vez, que vamos a llegar tarde —apresuré, abriendo una de las puertas—. Además, todos sabemos que quien va acabar delante es Devian.

Las chicas asintieron complacidas.

—¿Qué? ¿Por qué? —exclamó mientras sacaba nuestro equipaje del maletero.

—Porque así quizá logres conducir sin chocar contra todo, aprendiendo de Alban —bromeó Sarah.

Negó con la cabeza y se acercó hasta la entrada. Después, lo seguimos hasta la entrada.

Alban gritó desde el coche:

—¡Sed prudentes! ¡Más os vale que ninguno de vosotros acabe en la cárcel porque no pienso viajar hasta Nueva York para pagarle una fianza a un menor de edad!

Alban estaba convencido de que al viajar sin ningún adulto que nos supervisase, a no ser que John McGwire contase como adulto, acabaríamos en la cárcel o dentro de una caja de mercancía urgente a Sudáfrica. Nadie de nosotros entendía por qué ningún profesor nos acompañaría a la excursión, ya que se suponía que ese era su deber, pero por lo visto creían que estábamos lo suficientemente capacitados para viajar sin su supervisión. No estaba segura de que eso fuese legal.

Entramos en el aeropuerto con nuestras maletas rodando a nuestras espaldas. Lisa y Sarah llevaban tal cantidad de maletas que parecía que se dirigían a la guerra en lugar de a un viaje de estudios de una semana. En los altavoces sonaron cuatro notas musicales para luego darle paso a una voz femenina hablando en varios idiomas que dijo que el avión con destino a Brasil cerraba sus puertas. Seguimos caminando hasta situarnos al lado de la puerta de embarque de nuestro avión, mientras Lisa se había ofrecido voluntaria a facturar todas las maletas. Un gesto muy valiente, desde luego, facturar maletas podía llegar a ser todo un suplicio. Con un poco de suerte, volvería con nuestro equipaje intacto. Sarah se había dirigido a una tienda de golosinas a comprar algo para el camino. Nos quedamos nosotros dos solos, esperando a que llegasen el resto de las personas.

—Hoy he tenido una visión horrible —confesé, escondiendo mi cara entre las manos—. Estaba en medio del bosque. Tumbada, con los ojos cerrados. Después aparece un chico sin rostro que comienza a susurrarme cosas al oído que no oigo, porque estoy muerta. Después se lamenta porque me haya muerto. Él tiene que ver con mi muerte, quizás me haya asesinado. —Hice una pausa—. Me van a matar, Devian y creo que tú eres la persona que lo hará.

Me miró con el ceño fruncido, como si estuviese observando a un vagabundo loco con un cartel cubriendo su torso mientras gritaba que el fin del mundo que habían predicho los mayas estaba más próximo que nunca.

—Eso es ridículo, yo jamás te haría daño. No te mataré, es estúpido, pero sí mataré a quien te haga daño si es necesario —concedió mirando al infinito con expresión de odio.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora