16.2 Tic-tac boom.

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Entré con tres libros y cientos de folios llenos de apuntes en mi regazo. Tiré todo encima de la mesa que me correspondía en el laboratorio. Suspiré pesadamente. Estaba tan nerviosa por la parte práctica del examen que me había puesto calcetines de colores diferentes y la camiseta del revés. Nunca me salía la mezcla, siempre se evaporaba por completo o acababa explotando la probeta. Cruzaba los dedos para que por una vez me saliera bien.

La profesora entró en clase. Detrás de ella, Leo. Había estado desaparecido desde el concurso de talentos. Ya no comía con nosotros. No cogía el autobús o cuando lo hacía me evitaba. Faltaba a clase día sí y día también. De hecho, aquel día era la primera vez que venía en más de una semana. Ni siquiera le hablaba a Lisa. Bueno, en realidad seguían sin hablarse, aunque sabía que a ella ya le había pasado el enfado hacía mucho tiempo.

Lo perseguí con la mirada. Él se dirigió cabizbajo hacia su asiento, sabía que lo estaba observando. ¿Qué diablos le pasaba?

El examen teórico fue el primero, que ocupó la mayor parte de la clase, no me había salido mal del todo. Cuando quedaban veinte minutos para finalizar comenzamos a hacer las prácticas. Milagrosamente, me salió bien. En realidad, a todos nos salió bien. Excepto a Leo. Su probeta explotó en miles de pedazos, varios de ellos incrustándoseles en la mejilla. La profesora le dio la orden de ir a enfermería a hacerse las curas correspondientes. Me señaló al azar para que lo acompañara. Perfecto, sería la ocasión idónea para sonsacarle información.

Salí de la clase a toda prisa pisándole los talones. Lo esperado era que hubiese girado a la derecha para llegar a la enfermería, pero se encerró en el baño de los chicos. Esperé un rato, no podía estar eternamente allí dentro, algún día tendría que salir.

Miré el reloj de pulsera. Once en punto. Me senté en el suelo, rendida. Once y diez. Comencé a mirarme las puntas abiertas del pelo. Once y cuarto. Silbé mi canción favorita escuchando el eco en el pasillo. Once y veinte. El pasillo se llenó de gente. Once y veinticinco. Golpeé el suelo con los pies. Once y media. El pasillo se vacía. Doce menos veinticinco. Entré en el baño de los chicos.

Leo me observaba como si estuviese mirando un alienígena verde maquillado con pintalabios rojo y con rímel. Tenía los ojos muy rojos, con las pupilas muy dilatadas. Tenía la boca abierta de par en par, queriendo decir algo. En los labios tenía un porro. Dio una calada, sin quitarme la vista de encima. En la mano izquierda tiene un pequeño sobre con unos polvos blancos.

—¿Qué estás haciendo? —pregunté con una mueca de disgusto en la cara.

Continuó observándome durante un buen rato, con la misma mirada de alucinación, mientras yo me sentía como una alienígena verde. Un chico entró en el baño. Me miró sorprendido. Me ignoró. Se puso a mear. Aquella situación no podría ser más rara e incómoda.

—Te he hecho una pregunta.

—Creo que está bastante claro. —Hablaba ralentizando las palabras, como si tuviese la lengua dormida—. Tío, esto es genial —respondió mirando el humo que salía de entre sus labios.

El chico se marchó, dando grandes zancadas.

—¡Leo! —grité como una chiquilla de tres años a la que le han quitado una muñeca recién adquirida—. ¡Respóndeme de una maldita vez!

Me percaté de que todavía tenía los cristales incrustados en ambas mejillas, no se había molestado en quitarlas ni con las uñas. Apenas le sangraban las pequeñas heridas, pero tenía que quitárselos de una vez, antes de que pudiesen hacerle daño de verdad. Se había encerrado en el baño única y exclusivamente para colocarse.

—Mi vida no vale nada, ¿vale? Esto es lo único que me permite no darme cuenta de la gran mierda que es —dijo cerrando los ojos—. Mis padres y mis dos hermanas murieron en un accidente de coche, vivo con dos viejos que se creen dos jovencitos recién salidos de la universidad estatal, Lisa me odia, me pasan cosas que no comprendo, nada me sale como quiero…

Empezó a temblar, a temblar como nunca antes había visto a temblar una persona. Se le cayó lo poco que le quedaba del porro. Lo pisé para apagarlo antes de que se le pasase por la cabeza la idea de cogerlo del suelo. Pero no tenía pensado hacerlo.

Se sentó en el suelo apoyando la espalda en una de las puertas de los baños. Cerró los ojos de nuevo, presionándolos con los puños cerrados. Comenzó a sollozar. Me arrodille a su lado, aunque no era el lugar más higiénico para arrodillarme.

—Eh, para —le dije, obligándole a mirarme a la cara—. Tu vida no es una mierda, ¿de acuerdo? —Evitaba mi mirada—. Tus padres te quieren, con sus defectos y virtudes, ¿qué tiene de malo que se sientan jóvenes? Lisa no te odia, créeme. Tienes unos amigos que te ayudaremos a superar todo esto, ¿vale? Sabes que te apoyaremos, pase lo que pase. Pero este no es el modo de evadirse de los problemas —le regañé agarrándolo de las muñecas.

Se levantó tras suplicárselo varias veces. Sujeté su mentón para que no moviera su cabeza y comencé a quitarle los pequeños cristales sin mayor dificultad. Le pasé un trozo de papel higiénico empapado con un poco de agua por la mejilla, recordándole que tendría que desinfectarla al llegar a casa, si no quería ir a la enfermería.  Por último, sostuve su cara entre mis manos recordándole lo importante que era para nosotros.

—Gracias —susurró sorbiéndose los mocos.

Alguien abrió la puerta de la entrada del baño, pero no conseguía ver quien ya que estaba de espaldas.

—¿Qué estáis haciendo? Los dos. En el baño. De los chicos. —Esa última parte iba dirigida especialmente hacia mí, de eso no había duda. Me giré sobre mis pies, aunque ya sabía quién estaba detrás de esa voz—. ¿A qué huele aquí? —preguntó olisqueando el ambiente.

Después de clase, acompañé a Leo su casa, tenía miedo de que se lastimara, todavía no le habían pasado los efectos. Me rogó que no le contara nada sobre lo que había visto a Lisa. A cambio de mi silencio, le obligué que me diese el sobre y los filtros que tenía en el bolsillo interior de la chaqueta de cuero. Por un momento se hizo el loco, pero finalmente me los tendió con una mirada de recelo. Al volver, los tiré en el río que había de camino a casa.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora