27. La gloria no es eterna

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Ya entendía a qué se había referido Leo con lo de que sus padres adoptivos se creían dos jovencitos recién salidos de la universidad estatal. Aunque sus cabellos ya se habían tornado blancos y las arrugas recorrían su cuerpo, se comportaban como si tuviesen las hormonas revolucionadas. Además, vestían como si tuviesen dieciséis años: una explosión caótica de colores los caracterizaba a ambos; pantalones vaqueros ajustados, tacones y una camiseta floja con un insinuante escote, en el caso de ella; y una camisa de cuadros, un pantalón en el fondo del trasero y unas deportivas. Podría haber aceptado su apariencia, si no fuese porque estaban en el funeral de su difunto hijo. ¿Dónde había quedado su ropa negra? ¿Y la sonrisa triste como respuesta a todos los pésames que recibían? ¿Dónde estaba el amor paterno? Era como si no les importase lo más mínimo que su único hijo se hubiese muerto.

El día se había tornado oscuro, como nuestras almas. El cielo estaba cubierto por una espesa capa de nubes, que amenazaban con desplomar todo su contenido sobre nosotros de un momento a otro.

Un primer trueno sonó en la lejanía. Alguien estaba dando un largo discurso sobre su relación con Leo, pero apenas presté atención. Nadie lo conocía tan bien como yo. No porque fuésemos íntimos amigos que se contaban todo lo que les sucedía, sino porque me resultaba tan transparente, que podía saber todo lo que sentía, todo lo que pensaba, todo lo que no quería decir, pero que sus ojos  me dejaban entrever.  Con tan sólo una mirada. Era lo único que necesitaba de él.

Pero el recuerdo de su mirada vacía era un recuerdo lo suficientemente doloroso para no querer atenerse a él. Porque su mirada, junto con él, se había desvanecido para siempre. Porque se había esfumado en un mar de oscuridad, demostraba que todo tenía un fin. Sí, la desdicha tenía un fin. Aun así, la gloria también lo tenía, y sus efectos eran mucho más devastadores.

El chico de la guitarra y la mirada triste por una pérdida en el pasado que jamás podría recuperar, se había convertido en nuestro huracán, porque había destrozado todo a su paso. Había puesto nuestras vidas patas arriba, desde que llegó hasta que se fue.

Cuando sonó el segundo trueno, apenas fui consciente de que me estaba aproximando con un rosa roja en la mano, al ataúd en el que estaba Leo, para continuar con el pequeño discurso que sus padres se habían empeñado en celebrar.

Antes de comenzar a hablar, fijé mi vista en el lazo que formaban los cordones de mis zapatos.

—No tengo nada que decir sobre él. Absolutamente nada. No voy a decir que era una excelente persona, que a las buenas personas les pasan cosas malas, que el mundo no es justo, que era muy joven para morir, que siempre estará en nuestros corazones, ni me voy a cuestionar la existencia de Dios ante su impasividad. No necesito contaros nada de esto porque lo tengo bien claro y espero que vosotros también. —Dicho esto, volví a mi sitio, dejando la rosa sobre su ataúd, bajo las horrorizadas miradas ante mi muestra de respeto.

La siguiente en hablar fue Lisa.

—Estoy convencida de que alguna vez en vuestra vida me habéis catalogado de ser fría. En cierto modo lo era , lo soy y lo seguiré siendo. Pero lo que nadie sabe, es que él fue el único que logró derribar esa barrera de hielo que me había autoimpuesto para que nadie pudiese herirme. Él había visto en mí lo que nadie, ni yo misma, había visto y su propósito era enseñármelo. —Una primera gota de lluvia cayó en la punta de mi nariz, por lo que alcé la vista al cielo. Este estaba comenzando a descargar su furia encima de nosotros—. Ahora lo único que puedo hacer es lamentarme por haber desperdiciado el tiempo de una manera tan egoísta. —Los presentes se marcharon a resguardarse dentro de sus respectivos coches hasta que la cifra inicial se redujo hasta diez personas. La lluvia era tan fuerte que apenas se distinguían las siluetas—. No puedo hacer nada para recuperarlo, pero puedo enmendar mi error recordándolo siempre.

Su voz se quebró, quedando quieta y con la mirada perdida bajo la lluvia.

Sin más contemplaciones, iniciaron el enterramiento del ataúd. Quedando bajo tierra para siempre.

De repente, un gran rayo cayó a nuestros pies, lo que hizo que tuviésemos que cerrar los ojos para no cegarnos con la intensidad de la luz. Nunca había contemplado un rayo tan próximo a mí, sintiendo el peligro recorrer por mis venas. A continuación, el tercer y último trueno sonó con tal intensidad que nos podría haber dejado sordos. Arrugué la nariz, extrañada.

Nos acercamos a ella, que seguía en el mismo sitio, observando como colocaban las últimas paladas de tierra sobre lo que ya era una tumba.

Los padres del chico, se dirigieron a Lisa.

—Creo que deberías quedarte esto —dijo el padre con una sonrisa triste en los labios, al ver el dolor reflejado en su rostro.

Ella dirigió su mirada al estuche de la guitarra de Leo, con el ceño fruncido, para finalmente aceptarlo sin vacilar.

Después, se fueron.

A pesar de que seguía lloviendo a cántaros nos sentamos en el suelo, junto a la tumba, como si fuese la última vez que estaríamos con él.

—La vida es un asco —susurró Sarah con ímpetu.

—Y tanto —correspondió Devian.

Lisa mantenía sus esqueléticos brazos alrededor del mástil de la guitarra, con la intención de recuperar un poco de todo lo que había perdido; Devian me sonreía, aunque sus ojos se mostraban cansados, haciéndome recordar todas las noches que lo había encontrado llorando por la muerte de su hermano; Sarah que se aferraba a nuestra amistad como si fuese lo último que le quedase en la vida; ahora, Katherine que había cambiado para encajar en un mundo que no le pertenecía y yo, que jamás lograría llenar todo el espacio vacío que había dejado mi alma.

Y así, en nuestra faceta más desfavorecida, comprendimos que la gloria no era eterna.

Ni jamás lo sería. 

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora