8.2 Nueva vida.

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Leo caminaba distraído entre la multitud, en cualquier momento se daría de bruces contra el suelo si no ponía más atención a sus pasos. Antes de acercarme a él me tuve que recordar varias veces por qué estaba haciendo aquella estupidez en vez de darle importancia a asuntos más serios.

Lo hacía por Lisa. Por y para Lisa.

Bueno, también lo hacía porque Sara me había amenazado de muerte si no lo hacía. Un encanto de chica.

—Te gusta Lisa, ¿sí o no? —inquirí con rectitud.

Leo abrió de ojos de par en par. Por lo visto se había creído que no nos habíamos dado cuenta de lo que le pasaba.

—¿Qué? ¿A mí? ¿Gustarme esa estirada? Por favor, ¿pero tú la has visto? Es una chica muy agradable, simpática…, todo lo que tú quieras, pero es demasiado repelente, demasiado sabelotodo. Es irritante. —preguntó intentando sonar neutro—. Así que, no. No me gusta ni lo más mínimo.

Este chico es tonto.

No pudo decir esas palabras tan cargadas de mentira y estupidez en un momento menos apropiado. Lisa se había detenido delante de nosotros hacía unos segundos, lo que le había permitido oír todas sus palabras. Mostraba una mueca de dolor mezclado con sorpresa hacia Leo. Nunca se esperaría que fuese a oír esas palabras sobre ella, menos de una persona a la que consideraba, como mínimo un buen amigo.

Leo se percató de su presencia. Su rostro cambió completamente. Su cara ligeramente sonrosada se puso blanca como la cal. Intentó disculparse pero las palabras parecían no salir de su boca. Lisa dio media vuelta y se perdió entre la multitud. El chico, la siguió gritando su nombre y rogándole que lo perdonase. Pronto, dejé de ver sus cuerpos entre el gentío.

Bueno, al menos lo había intentado. 

Atravesé el umbral de la puerta apesadumbrada, observando aquel lugar de una manera distinta a como lo había hecho la primera vez. Me prometí a mí misma que aquella sería la última vez que me mudase en contra de mi voluntad.

Finalmente, había tomado una decisión: no tendría más vidas.

No más vidas robadas.

No más vidas olvidadas.

Aquella sería mi última nueva vida. Como si en aquel momento, mientras deshacía mis maletas y guardaba mi ropa en un armario de lo que sería mi habitación, volviese a nacer. Intentaría recordar quien era.

Porque, ¿quién era yo?

Yo no era nadie. No lo sabía. En realidad, sólo sabía que no sabía quién era.

¿Qué sabía sobre mí? Me llamaba Roxy Strauss, según Alban y Devian, pero no había nadie que me lo pudiese asegurar. También sabía que me encantaban las noches de Navidad, en las que las calles estaban llenas de gente aparentemente feliz y abrigada hasta el cuello, con cientos de regalos en su regazo, observando los escaparates demasiado iluminados y ataviados con cientos de adornos de Navidad. Me encantaba el olor de las nubes de algodón, poder leer un buen libro un día de lluvia, los bombones de menta y cantar en la ducha. Odiaba la gente prepotente, tener miedo a los espacios cerrados, las montañas rusas y los días en los que las nubes cubrían el cielo para ocultar los débiles rayos del sol pero no descargaban su lluvia. Sabía que tenía las absurdas manías de dar paseos para despejar la mente, de no pisar las grietas que había en el suelo, de sonreír a la gente que me miraba mal, de nunca hablar sobre mí, de tropezarme con todo, de dormirme escuchando música y de imaginarme todas las cosas que podrían haber pasado si las cosas fuesen diferentes. Pero las cosas no eran diferentes. Ni lo serían. También sabía que tenía sueños. Soñaba con poder ayudar a la gente que más lo necesitaba y con poder mejorar el mundo. Pero eso era imposible, una persona como yo, nunca conseguiría hacer nada importante.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora