2.2 Una nueva vida.

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Caminé entre gente. Sola entre la multitud. Niños, adolescentes, adultos, ancianos. Hombres, mujeres. Personas de distintas razas y culturas. Altos, bajos. Delgados, no tan delgados. Unos caminaban rápido, recién salidos del trabajo, con sus maletines, sus trajes, sus monos de trabajo, con sus herramientas. Otros paseaban. Otros observaban o reñían a sus hijos por jugar con el barro del suelo. Pasaron varias chicas en grupo, eran más o menos de mi edad, miraron para mí con una mirada indescifrable, una de ellas susurró algo para luego estallar en carcajadas. Sólo esperaba que no fuesen a mi instituto.

Seguí caminando, observando todo lo que había allí. Era un parque poblado de naturaleza, los árboles estaban todos desnudos. Pensé que hubiese sido genial ver esos mismos árboles en otoño, cuando las hojas son de distintos colores, verde claro u oscuro, marrón o castaño. Siempre me había encantado ver como las hojas caían de los árboles, balanceándose de un lado a otro por la acción del viento. Ese simple movimiento, el de una hoja bailando con el aire hasta caer en el suelo hacía que me llenase de buenas vibraciones, hacía que me sintiese feliz. Era una estupidez pero esas pequeñas cosas eran las que me alegraban la vida.

Me paré delante de un banco para sentarme, estaba un poco húmedo, pero no me importó.

Me relajé, en ese momento empecé a escuchar el ruido de agua fluyendo. Primero busqué con la mirada de dónde provenía ese ruido. Me saqué la capucha de la sudadera que había llevado puesta hasta ese instante para poder escuchar mejor.

 El ruido provenía de detrás de una hilera de arbustos, muy juntos entre sí. Una persona normal al ver que unos arbustos con espinas se interponían entre lo que quería ver o, en este caso oír mejor y él habría abandonado, pero yo, como era muy cabezota, con una gran dosis de estupidez, decidí atravesar los arbustos.

No fue difícil atravesar la hilera, pero tampoco fue agradable, me rasguñé y me clavé unas cuantas espinas por todo el cuerpo. Por si fuera poco, justo después de pasar los arbustos resbalé con barro. Caí por un pequeño terraplén, poco pronunciado. Me manché toda.

Maldita sea, maldita sea.

 Alcé la vista, luego, solté un silbido de admiración. El haber encontrado aquel lugar compensaba todos los golpes que me había dado y también mi ropa manchada. Allí no había simplemente agua fluyendo. Había un lago, no era muy grande, o quizás fuera una charca muy grande. El agua caía de una pequeña cascada y desembocaba en el pequeño lago o gran charca, lo que fuese. Aquel lugar era fantástico, había un sauce llorón enorme al lado de la charca, las ramas de este llegaban al suelo, y la hierba era muy verde y espesa. Lo mejor de todo es que probablemente nadie o casi nadie supiesen de la existencia de aquel lugar. No le diría a ninguna persona que había descubierto aquel lugar, sería mi refugio del mundo, sería mi pequeño secreto.

Miré mi reloj: eran casi las nueve. Teniendo en cuenta que la entrevista había acabado sobre las seis y media llevaba más de dos horas en el parque. Me decidí a marchar, no quería volver a atravesar la hilera de arbustos pero no me quedaba otro remedio. Me clavé más espinas.

Estaba empezando a oscurecer. Ya no quedaba nadie en el parque por lo que apresuré el paso. Las farolas que había se estaban empezando a apagar. Era tarde, pero no tanto como para apagar las luces. Se apagaban una tras otra como en una cadena, por cada farola que pasaba junto a ella, farola que se apagaba. No sabía si era una coincidencia o no, pero el caso es que empecé a tener miedo. Aceleré aún más el paso, estaba corriendo. Era como una escena de una película de terror.

Pero, ¿de qué demonios estaba huyendo? No había nada ni nadie persiguiéndome.

No me gustaba la sensación de estar huyendo, aunque fuese de algo invisible. Me detuve. No se apagaron más farolas. Quizás no fuera una coincidencia que se estuviesen apagando. Miré hacia atrás para comprobar que todo era fruto de mi imaginación.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora