24.1 No es un sueño.

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Tras la primera y breve especial celebración de cumpleaños volvimos al hotel a paso ligero, por no decir corriendo como caballos desbocados, antes de acabar quemados en una hoguera por usar magia negra para que apareciese nieve o que alguien nos denunciase a la policía por hacer una actuación pública de ilusionismo sin la autorización del ayuntamiento.

Metí la tarjeta que abriría la puerta de nuestra habitación en la ranura, intentando hacer el mínimo ruido posible; quizás las chicas ya estuviesen durmiendo. Abrí la puerta, cuyas bisagras se movieron en un desagradable quejido. En alguna parte de la estancia podía escuchar las fuertes respiraciones de las chicas, sin duda, ya estaban dormidas. Me deslicé sigilosamente hasta mi cama. Me hundí en ella, sin siquiera meterme debajo de las frescas sábanas ni cambiarme de ropa. Estaba tan cansada que sabía que el contacto de mi cuerpo contra la cama pronto haría su efecto y me quedaría irremediable dormida hasta el día siguiente.

Me desperté debido al desagradable sonido de un despertador que más bien parecía el sonido de alguien que estaba matando a un cerdo. Alguien le propició un fuerte golpe lo que hizo que el ruido se detuviese. A distintas velocidades, nos fuimos desperezando para así, estar listas en menos de media hora. Habíamos quedado en la entrada del hotel, con la intención de encontrar una cafetería para desayunar.

—¿Tanto lujo para no tener desayuno incluido? —se quejó John, antes de llegar a donde todos lo estábamos esperando —. Preferiría dormir en una pocilga y poder cebarme en un buffet libre que dormir entre almohadas rellenas de plumas de cisne y cortinas de terciopelo. —Sí, John era conocido por ser una persona delicada cual flor en una mañana soleada de primavera.

—¿ Las almohadas rellenas de plumas de cisne existen? —inquirió James.

—¿Pocilga? —rió Katherine.

—¿Cebarse? —bromeé con una sonrisa divertida en los labios.

—Creo que todas las palabras que acabas de soltar no pueden ir juntas en una misma oración —dijo Leo, apareciendo detrás de nosotros —. A propósito, la azafata que me dio el alcohol —Realizó una pausa para tocarse el bolsillo de su cazadora de cuero, supuse que para asegurarse de que la minúscula botella seguía allí, mientras que Lisa gruñía al oír la palabra “azafata”—, me dijo que había un buen restaurante cerca de aquí, creo que sé llegar sin perdernos.

Al rato, estábamos dentro de un restaurante de temática española esperando a que nos señalasen una mesa para poder sentarnos. Los camareros vestían trajes de luces de cientos de colores brillantes imitando a los afamados toreros y las camareras llevaban puestos largos vestidos de lunares intentando parecerse a las bailaoras sevillanas.

Un camarero que tendría alrededor de dieciocho años, se acercó a nosotros intentando acomodarse de manera poco recatada las medias que tenía puestas. Tenía el pelo de un color semejante al trigo y unos ojos tan verdes que parecían esmeraldas bajo un foco de luz.

—¿Cuántos sois? —preguntó afablemente, con una pequeña libreta en la mano —. Uno, dos, tres, cuatro…Nueve, sois nueve —respondió a su propia pregunta, apuntando algo en el papel —. Bien, podéis sentaros en aquella mesa al lado de la ventana, ahora os llevo las cartas.

Nos aproximamos hasta el sitio indicado. La ventana daba la calle y a pesar de que apenas se observaba un trozo de asfalto seguido por varios edificios, era una vista hermosa. Estaba segura que de noche, todo iluminado con luces de neón, todavía lo era más.

El chico nos entregó las cartas con el menú, las cuales tenían dibujadas la bandera de España. Tras marcharse, Katherine dijo:

—¡Vaya! ¿Has visto cómo te ha mirado ese chico, Roxy? —exclamó emocionada. Frunzo el ceño a la vez que negué con la cabeza —. Le has gustado. —Devian gruñó a mi lado —. Ups, quizás no debí decirlo.

Todos dirigieron su vista a Devian el cual forzó una sonrisa, para luego volver a su rostro habitual de persona huraña.

—¿De verdad lo crees? —preguntó Stella —. ¿Por qué estás siendo tan agradable con todos? Creí dedicarías el viaje a ligarte a chicos guapos y hacernos la vida imposible.

Katherine se calló de golpe, dejando las palabras que iba a decir flotando en el paladar de su boca. Bajó su cabeza hasta las rasgaduras de sus pantalones vaqueros y no volvió a comentar nada más.

La verdad, es que la Katherine que había conocido durante todo el curso, no tenía nada que ver con la chica agradable que estaba siendo. Se estaba comportando como si el jet lag hubiese hecho mella en ella, haciendo que cambiase completamente de personalidad, pasando de ser un monstruo maquillado a una chica normal que tenía más propósitos en la vida que comprar zapatos con tacón y vestidos que tapaban lo justo.

—¿Ya sabéis lo que vais a pedir? —indagó el chico, que había aparecido de la nada.

En ese momento, pude percibir como me escrutaba con sus ojos, como examinaba cada centímetro de mi piel, deteniéndose en mi mirada. Esmeralda contra esmeralda. Evité su vista, aunque me habría gustado poder haberme deleitado un rato más observando sus preciosos irises. Percibí como me seguía observando, como sus ojos se clavaban en mí. Un hondo escalofrío recorrió cada centímetro de mi espina dorsal, lo que hizo que me encogiese sobre mí misma.

—¿Qué suelen desayunar en España? —preguntó John, el único que era incapaz de pensar en otra cosa que no fuese comida cuando tenía el estómago vacío.

—Bueno, cuando yo todavía vivía allí, con un vaso de leche o zumo y una tostada con mantequilla ya me arreglaba. No tiene nada que ver con los desayunos ingleses o americanos.

El chico hambriento se lamentó durante un buen rato para luego pedir lo que solía desayunar todos los días en el instituto. El resto pedimos lo mismo que él, pero en proporciones más saludables para la especie humana y para cualquier otra especie. Lo que era capaz de comer en tan sólo una comida no podía ser sano.

Ya con el estómago lleno, salimos a la busca del guía que nos enseñaría la ciudad durante la mayor parte del día.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora