29.2 En llamas.

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Había un gigante espejo ovalado, con espirales doradas a forma de marco, en una sala vacía teñida de blanco. La imagen que reproducía estaba bañada en un color violáceo que cegaría a cualquier mortal que osase posar su vista en él. El espejo reflejaba a una extraña con la mirada perdida. Semejaba como si hubiese perdido la cordura.

De repente, se escucharon pasos rebotando en las paredes, pero todavía sonaban muy lejanos como para preocuparse. Aún estaba a salvo.

Continuó contemplándose un rato más; sólo quería comprender en que era diferente al resto para estar allí encerrada.

¿En qué instante dejó de escuchar los pasos aproximándose a ella?

Alguien la abrazó por detrás, apretando su cuerpo contra el de ella hasta dejarla sin respiración. Sus ojos se abrieron como platos al reconocer a aquella persona. Él no debería estar allí. No podía estar allí. Era peligroso. Ella era peligrosa.

Un insoportable olor a carne quemada inundó el lugar. El contacto con ella estaba haciendo que el chico se estuviese abrasando, si no se soltaba moriría. A la vez que ella forcejeaba para que la soltase, unas gotas de sudor caían por las sienes de este, mientras apretaba los ojos con una fuerza inhumana.

—¡Es suficiente! ¡Ya! —gritaba con toda la energía de la que disponía.

Se mantenía estático como si hubiese muerto, pero no lo había hecho. Notaba como su pecho se balanceaba contra su espalda. Si no hacía nada para impedirlo ese balanceo poco tardaría en detenerse.

Observó el espejo una última vez antes de intentar mediante palabras que se separase de ella, porque había llegado a la conclusión que mediante la fuerza no conseguiría nada.

Su rostro se había transformado en la perfecta representación de la frustración: sus delgadas cejas se habían juntado hasta formar una sola, sus labios se habían deformado en una peculiar mueca y en su frente se habían formado cuatro arrugas irregulares. Mientras tanto, la mirada del chico se mantenía fija en la de ella. Era una mirada cargada de aversión. La chica sintió una punzada de culpabilidad en el pecho.

—Que me esté muriendo es por tu culpa y lo sabes. Me has traicionado. Me he dejado engañar por el enemigo. Incluso..., incluso había llegado a quererte de un modo en el que no había querido a nadie antes. Me has destruido de la manera más vil posible. Esto es... —Dejó de hablar, como si se le hubiese fugado la idea de la mente—. Yo...

—¡Basta!

—Yo nunca creí...

Por una mejilla de la chica comenzó a resbalar una esmerilada lágrima.

—Cállate, por favor.

—Nunca creí que pudieses ser...

—¡Ya está!

—Un ángel de fuego.

Gritó. Gritó con toda la energía de la que disponía. Gritó hasta reducirse a nada.

Después el espejo estalló en miles de pedazos que aún reflejaban la luz violácea.

Un espantoso olor a humo me despertó. Estaba tumbada en el medio de la calle bajo la iluminación de una farola. El suelo estaba húmedo y me estaba muriendo de frío. Al recordar la visión/alucinación/pesadilla los dientes comenzaron a castañearme. La chica era yo, el chico era Devian. Lo estaba matando porque se estaba quemando con el contacto con mi piel. Porque yo era de fuego. Pero, ¿qué era la luz violeta? ¿Qué simbolizaban el espejo y la habitación vacía?

¿Y si el ángel de fuego tenía razón? ¿Y si yo también era uno de ellos? Con tan sólo imaginarlo me sentía sucia, me odiaba a mí misma.

Resoplé para calmarme, estaba al borde de un ataque de histeria.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora