1.3 Mudanzas.

40.1K 1.5K 80
                                    

No esperaba que nos fuésemos a mudar tan pronto, habíamos llegado hacía un par de semanas y jamás habíamos estado tan poco tiempo en un sitio. De todos modos, no me preocupaba irme de nuevo, lo que me preocupaba era la mujer conocida por ser fría ante cualquier circunstancia, la mujer que no se dejaba dominar por la dificultad de las situaciones, la mujer que no mostraba sus sentimientos ante nadie, altiva e imperturbable, la misma mujer que estaba llorando y ocultando su rostro entre sus manos.

—¿Qué ocurre? —inquirí de nuevo, acercándome a ella con el mismo cuidado que tendría al acercarme a un animal hambriento.

—He dicho que vayas a recoger tus cosas. —Estas palabras vinieron acompañadas de un rápido movimiento de su mano chocando contra mi cara.

Me llevé las manos al lugar del impacto y la miré con rabia contenida. No le volví a insistir, di media vuelta, saliendo con destino a mi habitación. ¿Me acababa de pegar? No me tendría mucho cariño (las veces que me había abrazado o besado se podían contar con los dedos de una mano), pero jamás me había pegado.

Llegué a mi cuarto y me tumbé en la cama, soltado un gran suspiro. No tenía ganas de hacer nada, sólo quería quedarme allí tumbada un millón de años, mirando hacia las estrellas fluorescentes de distintos tamaños que había pegado el inquilino anterior en el techo. Todas las noches en las dos últimas semanas que no conseguía conciliar el sueño, las pasaba mirando hacia la luz que estas emitían, mientras me imaginaba como sería si mis padres fuesen distintos.

Un rato después, me levanté, dispuesta a hacer las maletas. Abrí la puerta corredera del armario, empezando a buscar las dos maletas que me habían acompañado en los viajes desde los últimos cinco años. No sería muy difícil rehacerlas ya que casi no las había desecho. El armario, a pesar de ser enorme, estaba prácticamente vacío, solamente había unos cuantos zapatos esparcidos en el fondo (algunos incluso sin su pareja correspondiente) y algunas prendas de ropa que ya había utilizado, guardadas en un pequeño cajón que había en el mueble.

Tras un gran esfuerzo, logré sacar el pesado equipaje del lugar en el que estaba guardado. Lo abrí para comprobar el estado de las prendas de ropa, estaban tan arrugadas que tendría que doblarlas todas de nuevo. Después de hacerlo, guardé lo que me quedaba y me volví a recostar sobre la cama, recordando todos los traslados.

La primera vez, quizás había sido la más triste. Por aquel entonces tendría alrededor de cinco años, no tenía amigos porque me comportaba como una niña malcriada, no porque no quisiese entablar una amistad con otros críos de mi colegio. Le había cogido mucho cariño a los profesores de mi colegio, en especial, a dos de ellos: una chica de unos veinte años, a la que todos los niños la adorábamos porque nos daba chocolate por cada acierto en los juegos didácticos que realizábamos (aunque pensándolo bien, lo de dar chocolate no era muy buena idea. ¿Cuántos niños serían diabéticos por su culpa?); y un hombre de unos cincuenta años, alto, con una barriga voluminosa, los brazos muy musculosos y con una melena abundante a dos colores (gris y negro), parecía que los rasgos de su juventud se negaban a desaparecer.

Por lo general, el profesor solía ser grosero con todo el mundo, incluso con los otros profesores. Además no le daba importancia al tipo de lenguaje que usaba con los niños, por lo que en numerosas ocasiones utilizaba palabras malsonantes. Suponía que a cualquiera le habría parecido una persona horrible, vulgar e irrespetuosa. Ni yo misma comprendía como había llegado a ser maestro de educación infantil con su tosco comportamiento. Pero me gustaba. Era gracioso a pesar de que no pretendía serlo y había sido el único que había acudido a mi rescate cuando me había quedado enredada en los columpios que había en el patio del colegio. Me desenredó de las cadenas tras diez minutos de arduo esfuerzo, me desinfectó la herida que me había hecho en un intento fallido de salir por mi propio pie y para que parase de llorar me preguntó si quería ser su amiga, a lo que respondí sorbiéndome los mocos. De ese modo, el hombre gruñón forjó una bonita amistad con una cría maleducada.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora