7.2 Tocar fondo.

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Al llegar a casa, no hubo ningún cambio en las personas que se hacían pasar por mis padres, seguían fingiendo lo mejor de lo que eran capaces. Yo me sentía más tensa, temiendo que uno de ellos dos cogiese un cuchillo y me degollaran vilmente con él, pero estaba claro que si no me habían hecho daño hasta aquel entonces, no lo harían. Lo único que pretendían era mantenernos alejados, no herirnos. Lo más estúpido de todo, es que, sin saberlo, nos habían acercado más que nunca. Habían hecho que nos reuniésemos, cuando su intención era totalmente opuesta.

Me senté a la mesa, para la cena. Comimos en silencio, nunca había mucho de qué hablar a aquellas horas, bueno, ni a aquellas horas, ni nunca. Apenas hablábamos. Examiné con detenimiento el rostro de ambos, me costaba creer que hubiesen sacrificado su real vida para cuidar de su enemigo. ¿Serían pareja en realidad? Supuse que sí, porque siempre se habían mostrado muy cariñosos el uno con el otro. ¿Tendrían hijos?, si era así, ¿cuánto tiempo hacía que no los veían? ¿Por qué hacían eso?, a fin de cuentas, ¿en qué les perjudicaba a ellos lo que supuestamente teníamos que hacer? ¿Valía realmente la pena lo que estaban haciendo?

—¿Te encuentras bien? —preguntó la mujer.

Estaba tan enfrascada en mis pensamientos que no me había dado cuenta de que estaba mirando al infinito, con el tenedor cargado de macarrones con salsa de tomate entre mi boca y el plato.

—Sí, sí —asentí todavía distraída—. Es que hoy no he tenido muy buen día en el instituto —mentí.

Como esperaba, no siguió preguntando, lo último que ella querría en aquel momento era escuchar los problemas de una chica adolescente por la que no sentía ni la más mínima estima.

Finalmente, decidí marcharme al día siguiente, sería lo correcto. De ese modo ellos podrían volver con su verdadera familia, si es que la tenían. Yo podría intentar descubrir quién era, recordar quién era. Aguardé dos horas, después de que ellos se acostaran, debían estar dormidos, así que podría hacer la maleta sin miedo a que me oyesen. Cogí mis dos maletas y en unos cuantos minutos ya estaban repletadas de todas mis cosas. Otra vez, mis recuerdos un una maleta.

Apenas dormí un par de horas, estaba demasiado preocupada como para hacerlo. A las cinco de la madrugada decidí levantarme. Aquel sería el primer día de mi última nueva vida. Abrí la puerta de mi habitación lo más silenciosamente que pude, lo menos que quería en aquel momento era despertarlos. Empecé a caminar rápido hacia la salida, con las pulsaciones del corazón retumbándome en las sienes. Justo cuando creí que nadie me podría separar de la libertad, alguien me llamó. Me di media vuelta. Ahí estaba mi supuesta madre, somnolienta, con su pelo rubio revuelto y con el batín de andar por casa vestido a las prisas. Cuando estaba abriendo la boca para contarle alguna excusa un poco creíble, me detuvo.

—Veo que al fin has encontrado a Devian —dijo, mientras se apoyaba contra la pared—. No tienes ni idea de cuánto tiempo hemos estado buscándolo, no sabíamos prácticamente nada de él, no sabíamos dónde había vivido, ni a dónde se había mudado. Ha sido muy difícil.

—¿Cómo?

Sonrió. Nunca la había visto sonriendo tanto.

—¿Cómo no puedes darte cuenta? —preguntó mirándome directamente a los ojos, lo que hizo que dirigiese mi vista al suelo para evitar el contacto con su mirada— ¿Por qué crees que nos hemos mudado tantas veces? No ha sido para alejarnos de él, sino todo lo contrario, lo que intentamos en todo momento fue encontrarlo, pero no ha sido nada fácil.

—Pero, ¿por qué? Además, ¿no os habíais fijado en la presencia de Alban? —pregunté intrigada—,me lo encontré en la gasolinera en la que habíamos parado a repostar esta última vez que nos mudamos —expliqué con cierta pesadumbre.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora