17.2 Hasta los ángeles se equivocan.

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¡Buenas gente! Solo quería deciros que esta semana que entra no podré escribir más porque estoy hasta arriba de examenes y los estudios son lo primero. Así que para que os quedéis con buen sabor de boca, he decidido subir la última parte del capítulo 17. Espero que disfrutéis y acordaos que se agradecen votos y comentarios.

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—¿Aquí es donde vamos a ensayar? ¡Pero si casi no hay sitio para moverse con tantos instrumentos— suspiré indignada, intentando sonar lo menos incómoda posible.

—Anna ha dicho que ha sido lo mejor que ha encontrado —concedió dándome la espalda—. Aunque no sé si fiarme porque después se fue cantando una canción en la que decía claramente: antes del día finalizar, Devian y Roxy se van a besar. Esta tía me asusta mucho —confesó sentándose delante del banco del teclado de la clase de música.

—Oye, esto no debería ser incómodo, es decir, somos amigos desde toda la vida, todo debería seguir igual que estaba. Olvidarnos de todo esto que ha pasado.

Las palabras amigos y todo debería seguir igual que estaba hizo que su rostro se descompusiera en una mueca de dolor contenido.

—Claro —aceptó antes de comenzar a tocar el piano—, como si fuese tan fácil.

—Devian… —susurré acercándome ligeramente hacia él.

—¡No! ¡Devian no! ¿Crees que no lo he intentado? ¿Crees que no he intentado dejar de sentirlo? ¡No tienes derecho a pedirme eso! ¡No tienes derecho a pedirme que me olvide de lo que siento, porque yo soy el primero que ha querido hacerlo! ¿De acuerdo? —gritó martilleando las teclas del teclado.

Me mostré dolida, aunque fue estúpido por mi parte hacerlo. Tenía razón, lo que le había pedido había sido una idiotez. No le respondí. Me senté en una de las muchas sillas del aula a esperar a que se le pasase el enfado. Cogí mi reproductor de música, sabía que tardaría al menos media hora en calmarse. Pulsé el botón de play y para evadirme del mundo lentamente. Los acordes del solo de guitarra que estaba escuchando atravesaban lo más profundo de mi ser. Cada melodía, cada acorde, cada simple nota, hacía que me estremeciese de regocijo. Bueno, eso es lo que hubiese pasado si Devian no estuviese aporreando el teclado como si estuviese abriendo nueces con un martillo.

Guardé el reproductor de música en el bolsillo delantero de mi mochila. Me crucé de brazos. Me estiré en la silla. Escuché.

A pesar de que ponía demasiado empeño en tocar correctamente la melodía, la rabia que recorría su cuerpo le impedía ejecutarla como era debido. Era una melodía que había escuchado anteriormente, pero era incapaz de asociarla a algún recuerdo.  Se mordía los labios y con cada nota que fallaba arrugaba la frente. Empezó a cantar en bajo una canción. Lo hacía bien. Y lo odié por ello. Se le daba todo, absolutamente todo bien. Luchaba, tocaba el piano, cantaba bien, tenía el cuerpo moldeado por la lucha y era guapo. De nuevo, se le vuelve a atragantar un acorde.

—Si bemol. Prueba con si bemol —aconsejé a punto de perder los nervios.

Alzó la vista hacia mí, puso cara de amigos, pero finalmente, mi hizo caso. Pero seguía sin salirle.

—Ven aquí. Siéntate —me ordenó golpeando el banco en el que estaba sentado, mientras este desprendía una humarada de polvo y ácaros.

—Hemos venido aquí para bailar no para…

—Que te sientes aquí, he dicho —Parecía que el enfado comenzaba a pasársele. Le hice caso, a pesar de que no tenía ganas de caminar más de lo necesario—. Tócala. Sabes lo que estaba tocando.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora