36. Llamar a los muertos

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Caminamos al menos media hora, en lo que creíamos que era línea recta, pero no lo podríamos asegurar. Nuestros relojes funcionaban en el sentido contrario y se paraban cada pocos segundos, por lo que no eran fiables. Por otra parte, andar recto no era sencillo porque no teníamos ningún punto de referencia, podríamos estar andando en círculos toda la eternidad sin percatarnos de ello.

Devian me llevaba a cuestas y pude notar como su corazón aumentó las pulsaciones cuando sonaron gotas cayendo.

—¡Allí! —Señalé una mancha a unos cuantos pasos.

Con su inconfundible color, la sangre brillaba bajo la claridad. Las gotas continuaban con regularidad, como si quisiesen guiarnos, pero era imposible saber de donde provenían, aparecían sin más, de la nada.

No sabría decir durante cuánto tiempo perseguimos las gotas de sangre, pero había sido el suficiente como para olvidarse de que se estaba buscando.

Casi me había quedado dormida, cuando un líquido caliente se deslizó por mis labios.

—Oh, mierda... —susurré, todavía algo somnolienta—. ¡Chicos!

Llamé por ellos un par de veces más, pero habían desaparecido. Estaba tirada en el suelo y lo notaba húmedo, por lo que traté no ejercer presión por si era de nuevo la masa viscosa. Traté de ponerme en pie, pero seguía sin obtener resultados, mis piernas seguían sin funcionar. Temía no darme levantado nunca más, de quedarme atrapada para siempre.

Me resultaba curioso que no me hubiese echado a llorar. Había crecido mucho desde el incidente del tren, aquel horrible incidente. Antes era muy débil para afrontar la dura realidad en la que estaba viviendo, pero ya no, era más fuerte. Lo que sí hacía y jamás abandonaría aquella mala costumbre era huir, aunque en esa ocasión no era factible teniendo en cuenta que mis piernas habían adquirido la fuerza de un flan.

Intentaría levantarme una vez más, sino tendría que arrastrarme. Posé la frente en el suelo, estaba más frío de lo que estaba antes. Alcé la cabeza con rapidez y observé que se distinguían baldosas que, aunque continuaban siendo blancas, se encontraban bien definidas. La estancia estaba mutando.

Un sonido semejante al de una canica rebotando llamó mi atención. A lo lejos, una esfera diminuta se dirigía rodando hacia mí. Me arrastré sobre mis brazos hacia él, tras comprobar que era incapaz a dar un paso firme, pero antes de seguir acercándome, vi como un círculo rojo rodeaba mi cuerpo.

Era un círculo dibujado con sangre, sangre de ángel. No me importaba que la sangre fuese mía, aunque me inquietaba que mientras había estado inconsciente alguien se había dedicado a dibujar con mi sangre alrededor de mi cuerpo inconsciente.

¿Y si la sangre era de mis amigos? No quería ni barajar esa opción. Devian, Sarah, Lisa, Katherine... Estaba fresca, cuando me deslicé sobre ella, me llené los brazos y la ropa de ella.

Frené en seco y me rasqué la sangre de los brazos, no podía soportar la idea de tener sangre de otra persona en mi cuerpo. Con la precisión de un homicida planeando un crimen, la eliminaba sistemáticamente, quitándome también alguna prenda de ropa. Eso era, las prendas de ropa que me quitase las rompería en pedazos para dejarlas por el camino y tener la seguridad de que no volvía a caminar sobre mis pasos.

Antes de continuar con mi travesía, agarré la canica. Una pequeña esfera violácea se colaba entre mis dedos contrastando con mis uñas llenas de restos de sangre seca. Dentro de la esfera había una pequeña pluma. Como mi pulsera, como la pluma de los ángeles de hielo.

—Ups, vaya... Eso es mío —Una voz me sobresaltó, haciendo caer la canica.

Unas botas negras detuvieron la huida de esta. Después, una mano morena la agarró.

—Leo.

Otra vez él. Desde que lo había confundido con otro chico a través de la cristalera de la cafetería de Beau, no paraba de pensar en él, más de lo habitual, quiero decir. O tal vez no lo hubiese confundido, pero eso no explicaba cómo había llegado junto a mí. A no ser que...

—Eres un ángel...

—Si es así como llamas a los muertos, sí, soy un ángel —sonrió ampliamente.

No tenía sentido, no podía estar pasando.

El mismo rostro, los mismos ojos verdes. La misma chupa de cuero, los pantalones vaqueros y una camiseta de rock. Le faltaba algo, pero no lograba atinar en qué era.

—¿Cómo has llegado aquí?

—Roxy —cogió mi mano entre las suyas y se la llevó a los labios—, te he echado tanto de menos... —Unas tímidas lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas—Os he echado tanto de menos. ¿Cómo están los demás?

Me mordí la mejilla por dentro para evitar llorar. Sí era más fuerte, pero nadie me había preparado para ver a Leo de nuevo.

—Conseguimos resistir, pero te echamos mucho de menos. —Di un respingo—. No ha sido nada fácil sobreponernos, pero a la que más le ha costado ha sido a...

Me soltó las manos que se habían convertido en puños y me agarró la cabeza.

—Leo, ¿qué está pasando? —pregunté con la voz temblorosa.

—No lo sé, Roxy. No comprendo como he llegado hasta aquí, ni que es este sitio. Lo último que recuerdo es estar en el tren con vosotros y oír un ruido atronador, como de un disparo. Y después, oscuridad. Nada más. —Antes de seguir hablando, sonrió—. Pero me alegro de estar aquí de nuevo.

Sus manos que seguían sujetando mi cabeza, comenzaron a jugar con mi pelo, y su rostro cada vez estaba más cerca del mío, hasta rozar mis labios.

Me alejé rápido de él soltando un puñetazo en su estómago.

A la que más le había costado había sido a Lisa. No había preguntado por ella. Y había besado a su mejor amiga.

Entonces, caí en la cuenta...

—¿Leo? ¿Por qué no me has preguntado por tu novia? —pregunté marcando el "tu".

—¿Lisa? Oh...

Ya sabía que era lo que le faltaba. No era su indumentaria ni su físico. Lo que le faltaba era la sonrisa triste y los ojos llenos de esperanza.

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¡Hey hey hey! Aquí llega otro capitulillo de Ángeles de Hielo.

Os invito a leer mi otra historia: El baúl secreto de Caos.

¡Un saludo!

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