10.1 Tercera planta.

14.7K 862 17
                                    

Lisa no sabía nada de lo que le había sucedido. No se acordaba de la mayoría de las cosas que había hecho en aquel día, no sabía por qué tenía tantas heridas, ni quién o qué le había hecho eso, ni como había llegado al baño. Por lo menos, eso era lo que decía ella.

Aunque en todo aquel tiempo nunca me había dado motivos para desconfiar de ella, en aquel momento sí lo hacía. Era muy difícil de creer, por no decir imposible, que no se acordase de nada de lo que había sucedido. La había visto en la entrada del colegio, antes de que sonara la campana, no parecía que se encontrase mal, sino todo lo contrario. Sonreía a todos los que pasaban por delante de ella, como de costumbre.

Por lo visto, no era la única que desconfiaba de sus palabras. Devian también lo hacía. De vuelta a casa, tras varios minutos de silencio en los que sólo se escuchaban las suelas de nuestros zapatos rebotando contra la acera, se decidió a hablar:

—¿Crees todas las excusas que ha puesto? —preguntó sin levantar la vista de la punta de sus zapatos.

—Honestamente, creo que recuerda más de lo que dice. —Chasqueé la lengua—. Lo que no entiendo es por qué no nos lo quiere decir. Es decir, somos sus amigos, puede confiar en nosotros, ¿no?

—Creo que oculta algo. No me refiero a lo que ha pasado hoy, sino algo más gordo —comentó, a la vez que reducía la marcha de sus pasos.

—¿Cómo qué? —interrogué, mirándolo fijamente a la nuca, ya que todavía caminaba varios metros por delante de mí.

—¿No has sangrado por la nariz varias veces desde que has llegado aquí? —escudriño, cerrando ligeramente sus ojos. Asentí con la cabeza—. Yo también, tú misma lo has podido comprobar. No sé si te has fijado, pero ella también había sangrado por la nariz, no digo que no fuese por los golpes, pero me parece muy raro.

—¿Qué tiene que ver que sangremos por la nariz los tres? Eso es una casualidad. Puede ser que yo haya sangrado por un cambio de altura, al cambiar de ciudad. Lisa, obviamente, ha sangrado por los golpes que ha recibido. Y tú, bueno, tú… —Intenté buscar una idea razonable por la que hubiese podido sangrar, pero no la encontré—, todo el mundo sangra alguna vez en su vida por la nariz, digo yo, ¿no?

—No. Los tres sangramos porque hay ángeles de hielo cerca —aseguró—. ¿Por qué no me crees? Podemos ir a preguntarle, ¿sabes dónde vive? —Esta vez se detuvo para hablarme cara a cara.

Me detuve un segundo a observarlo más de cerca, antes de comenzar a hablar de nuevo. No podía estar hablando en serio.

—Oh, claro. Nos vamos ahora mismo a su casa. —Seguí observándolo, incrédula—. Cuando nos abran la puerta sus padres les decimos: hola, señores Collins, necesitamos hablar con su hija, es que tenemos una duda existencial sobre la humanidad de esta. Ellos amablemente nos dejan pasar, aunque creen que estamos un poco idos de la cabeza. Nos la encontramos tumbada en su cama, leyendo un libro y le preguntamos: oye Lisa, ¿eres un ángel de hielo? No te preocupes, nosotros también lo somos no tienes nada que temer.

»En el mejor de los casos, admitirá que lo es. En el peor de los casos, nos denunciará a la policía por allanamiento de morada y nos obligará a concertar cita lo antes posible en un psiquiatra —completé, girando la cabeza desaprobatoriamente—. Y no, no sé dónde vive y en caso de saberlo, tampoco te lo diría.

—¿Qué te hace pensar que estará leyendo un libro? —preguntó divertido a la vez que se rascaba detrás de las orejas.

Dudé entre pegarle un puñetazo en su bonita cara o ignorarlo con un gruñido. Finalmente me decanté por la segunda, a pesar de que tenía más ganas de llevar la primera opción a cabo.

Entonces pensé, ¿y si no estaba equivocado?, ¿y si Lisa lo era? Es decir, no era algo imposible. A fin de cuentas, si alguien me hubiese dicho unos meses atrás que era un ángel de hielo, primero preguntaría que es un ángel de hielo. Después, me habría reído un buen rato sin creerme nada de lo que me dijesen. Tendríamos que averiguar con delicadeza si era cierto, no preguntándole directamente como había sugerido Devian.

Estaba delante del espejo de mi habitación, observando mi cuerpo semidesnudo. Mi piel estaba poblada por demasiados cardenales de distintos tonos, unos recién hechos, de un tono violeta oscuro; otros curados casi del todo, de un tono amarillo enfermizo. Me llevé la mano a uno de ellos en la clavícula. Pasé mi dedo por encima de él, con delicadeza, notando el hueso por debajo de la yema. Alargué mi índice hacia mi labio, cortado por los golpes, para limpiar la sangre. A continuación, me puse de perfil ante el espejo. Se me notaban las costillas cada vez que inspiraba. Aun por encima, tenía un feo corte que cruzaba desde la parte inferior de la cadera hasta donde empezaba la tela del sujetador. En el entrenamiento habíamos empezado a usar algunas armas; esa había sido la consecuencia.

Todas y cada una de mis heridas habían sido culpa de Devian. No entendía por qué luchaba con toda su fuerza, como si fuera un combate muerte a muerte contra alguien mucho más fuerte que yo. Me había asestado cada golpe que podría haber acabado en el hospital por algún hueso roto o desgarro muscular en cualquier momento. Podría pensar que era un entrenador duro o exigente, pero tenía la sensación que lo hacía para liberarse del rencor que sentía hacia mí. Estaba convencida de que estaba resentido por haber estado ausente tanto tiempo, aunque yo no tuviese la culpa. También estaba convencida de que no lo hacía queriendo, no era consciente de lo duro que peleaba. Lo bueno de que pelease así es que aprendía más rápido de lo que debiese. Eso me gustaba.

Me había habituado bien a los cambios de las últimas semanas. Comencé a sonreír inconscientemente al pensar que un tiempo atrás había creído que el mudarme de nuevo sería el cambio más grande que irrumpiría en mi vida; no podría estar más equivocada. No me disgustaban los cambios. De hecho, me gustaban bastante aunque las cosas todavía eran muy confusas. Había empezado a recordar pequeñas cosas, con poca importancia, pero a la vez de una importancia esencial. Como que Alban odiaba las uvas pasas o que en las vacaciones de verano, en la playa, casi me había comido por accidente un cangrejo que se había metido en el medio de un bocadillo. Aquellas pequeñas evocaciones al pasado hacían que creyese completamente en ellos. Confiaba que en unas semanas, meses o un año a lo sumo, recordaría todo de lo que me había olvidado.

Mientras me seguía observando en el espejo, oí un ruido que provenía del exterior de mi habitación. Deseé que aquel ruido fuese simplemente una puerta moviéndose por el impulso del aire que entraba por alguna ventana abierta, pero tenía la certeza de que había alguien detrás de la puerta, que estaba ligeramente abierta, intentando escucharme o bien espiarme. Me acerqué ella con los pies de puntillas, para que esa persona, que estaba bastante claro quién era, no se enterase de mis movimientos. Pude percibir como alguien respiraba entrecortadamente, intentando que no se escuchase su respiración. Sonreí victoriosa. ¿Qué podía hacer para darle un buen susto?

—Sé que estás detrás de la puerta. O te vas ahora mismo o juro que te congelo de los pies a la cabeza— amenacé apoyando las manos en la pared.

Oí como su respiración se paró por una milésima de segundo. Lo siguiente que hizo fue soltar una carcajada socarrona.

—¿Acaso eres capaz de usar el hielo cuando te place? —preguntó divertido a través de la madera.

Golpeé la pared con el puño cerrado.

—No tientes a tu suerte, encanto.

Percibí como sus pasos se dirigían escalera abajo.

Idiota.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora