14.2 Vida en riesgo.

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Aceptaron vivir con nosotros casi sin pensarlo. Llevaban viviendo solas mucho tiempo, sin padres, sin hermanos, sin tíos, sin ningún familiar ni nadie que mirase por ellas, exceptuándose a ellas mismas. Vivían en un pequeño piso, en los suburbios de la ciudad. Era una de las zonas más problemáticas; las peleas entre bandas eran frecuentes hasta altas horas de la madrugada, habían desaparecido varias personas, en sus callejones, se vendían drogas; incluso tenía habido más de un asesinato. Era una zona muy peligrosa, y mucho más para personas como ellas. 

Las acompañé hasta su casa, para recoger sus cosas. Caminaba con el paso apurado, con el alma en un puño y respirando aceleradamente. Estaba anocheciendo por lo que cada vez, era más peligroso estar allí. Cualquier pequeño ruido hacía que me sobresaltara sobremanera.

Se detuvieron ante un edificio con la fachada de ladrillo rojizo. Aquella pequeña edificación sobresaltaba sobre el resto de los mugrientos edificios que lo rodeaban. Era de un tamaño inferior, más ancho, bastante más pequeño. Pero estaba en un estado  mucho mejor. Al entrar, el ambiente estaba impregnado de un olor a humedad y a orina. Arrugué la nariz en señal de desagrado. Pasamos de largo del ascensor, por lo que supuse que no debía funcionar. De hecho, dentro de él, había dos perros posiblemente callejeros. Algún inquilino de uno de los apartamentos habría sido tan bondadoso como para dejar que entraran para que se instalasen allí.

El apartamento estaba mejor de lo que cabría esperar, en realidad, estaba increíblemente bien. La única pega era que apenas tenía un par de ventanas, por lo que la iluminación natural era precaria. A un lado, había un pequeño rincón con sofás alrededor de una pequeña chimenea apagada. Había dos habitaciones, considerablemente separadas la una de la otra. Una cocina enana que conectaba por un ventanal con la zona de los sofás. Por último, había un pequeño baño, con una ducha también enana.

Me senté en el fondo de la cama de Sarah. Observé las fotos que tenía encima de su cómoda, en casi todas aparecían las mismas personas: una mujer radiante, un hombre con un bigote gigante y Sarah unos años más joven. Me acerqué para observarlas con más detenimiento.

—¿Quieres ver un video de ellos? —preguntó señalando la foto con una sonrisa triste en la cara.

Asentí en silencio.

Buscó en la sección de videos, en los documentos de su ordenador. Clicó dos veces en una carpeta llamada Recuerdos. Se comenzó a reproducir el video del que había hablado: una Sarah de unos seis años, jugaba con una muñeca de trapo. De repente, la cámara enfocó a la mujer que susurró en bajo “es el amor de mi vida y próximamente este pequeño también lo será”. Dicho esto acarició con mucho amor su voluptuosa tripa. A esto, una voz masculina detrás de la cámara preguntó “¿y qué hay de mí?”, ella sonríó felizmente sin responder. La cámara vuelve a enfocar a la niña, que está cambiando la ropa de la muñeca. La imagen se funde en negro.

—Esos son mis padres —Sonrió—. Están muertos. Los mataron delante de mis ojos. —Sollozó aunque intentaba evitarlo—. Me intentaron proteger. Me protegieron con su vida. Justo antes de que esos malditos bastardos irrumpiesen en nuestra casa, me dieron un mensaje claro y conciso: permanece en el armario hasta que el ruido cese. Me abrazaron con tal intensidad, que me dejaron sin respiración. —Se sentó, dándome la espalda, escondiendo su cara entre sus manos—. No entendía nada de lo que estaba pasando. ¿Por qué querían que me escondiese en el armario? Estaba asustada, tal y como lo estaría una niña de seis años. Lloraba sin cesar, sentía que algo malo iba a pasar. Me escondí, como me había ordenado. Esperé,  hecha un ovillo, a que pasase lo que tuviese que pasar. Después de eso, todo fue muy rápido. Alguien derribó la puerta. Acerqué mi ojo a la ranura de la cerradura del armario. Mi madre temblaba, temblaba mucho. Varias personas vestidas de negro, entraron en la sala. —Se detuvo, intentando cesar sus débiles gemidos—. Mi madre gritó, se intentó defender, pero no lo consiguió. La agarraron por las muñecas. Empezó a oler a carne quemada, la estaban quemando, la estaban torturando. La persona que la agarraba recibió un fuerte empellón por parte de mi padre. Este recibió un balazo en toda la frente. ¡Maldita sea! ¡Vi cómo su cuerpo inerte se desplomaba ante mis ojos! —Lisa apareció, alertada por sus gritos. Su rostro se ensombreció, supuse que no era la primera vez que escuchaba aquella historia—. Mi madre se llevó las manos a la cara, horrorizada. La siguiente fue ella, tras intentar dejar sin sentido a uno de ellos, le atravesaron el pecho con un cuchillo. Tras eso, dispararon varias veces a sus cuerpos. Los ángeles no mueren con facilidad. —Su rostro se transformó en una sonrisa amarga—. Se fueron, no miraron a su alrededor si había alguien más, no sabían de mi existencia, por suerte o por desgracia. Cuando el ruido cesó, tal y como habían dicho mis padres, salí del armario. Me acerqué a ellos. Grité, lloré… Hasta que la vecina del piso de abajo me escuchó y me descubrió abrazando sus cuerpos sin vida. Me cuidó hasta los doce años, hasta el mismo momento en el que me fugué. Nunca se lo podré agradecer lo suficiente, aunque durante aquellos años la odiase con todas mis fuerzas. Esos cabrones me las pagarán, aunque sea lo último que haga —finalizó convirtiendo sus manos en puños.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora