23.1 Pide un deseo.

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Y aquí está el último capítulo de esta pequeña maratón. Me hubiese gustado subir capítulos durante toda la semana, pero tengo que preparar muchas cosas para un viaje y no tendré tiempo de escribir más. 

Un beso :3

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Subimos en el primer autobús que pasó por el aeropuerto después de nuestra llegada. Tras pagarle al conductor, el cual examinó cada centímetro de piel de Katherine con una mirada que bien podía ser interpretada como deseo, nos sentamos en la parte trasera con las maletas sobre nuestras piernas. Olía a sudor agrio mezclado con tabaco de mascar. El traqueteo de las ruedas sobre el asfalto desgastado hacía que nos moviésemos de un lado a otro al mismo ritmo. En las calles no había mucho movimiento, apenas un par de personas desperdigadas a lo largo de la acera caminando en direcciones opuestas. Se produjo la primera parada desde que nos habíamos subido, en la que bajaron alrededor de diez personas y subieron otras tantas. Todavía quedaban varias paradas para llegar a nuestro destino: uno de los veinte mejores hoteles de Nueva York. Desde luego, el instituto no había escatimado en gastos, entre el vuelo y el hotel ya era una suma importante de dinero, no me quería imaginar cuanto habían pagado contando con las entradas de visita a todos los sitios en los que estaríamos en breve.

En la siguiente parada bajaron dos personas: una persona disfrazada de payaso con el maquillaje todo corrido y una chica joven la cual recibió una cachetada en el trasero por parte del conductor. Esta última, gritó indignada, jurando que lo denunciaría a la policía si volvía a repetirse lo que acababa de suceder. El hombre lo miró con cara de degenerado; aquella no sería la última vez que lo haría.

Veinte minutos más tarde, el cerdo al que le habían encomendado el trabajo de conducir aquel vehículo ya había restregado su mano por el culo de más de diez chicas, el gallo que un hombre llevaba encerrado en una jaula minúscula ya había cacareado más veces de las que Sarah había bostezado, la niña que estaba sentada delante de mí me había suplicado cuatro veces que jugase con ella a un juego de magia, Katherine se había echado brillo de labios tres veces y John había intentado robarle a Leo la botella de lo que más tarde descubrí que era ron.

Por fin, llegó nuestro turno de bajarnos. Ahora nos faltaba buscar el hotel, que por suerte, encontramos más pronto de lo que había esperado. En realidad, estaba segura de que nos perderíamos antes de salir del aeropuerto y haber llegado hasta el hotel sin haber pasado antes por la estación de policía había superado con creces todas mis expectativas.

El recepcionista esperaba a que llegásemos al mostrador con una sonrisa, saludándonos con un forzado acento inglés. Ag, me exasperaba que estuviesen sonriendo sin cesar. Parecía que las cadenas hoteleras fabricaban en serie seres vivos felices y después las ponían de cara al público para amargarle la existencia a gente como yo.

Rebuscamos en el equipaje los papeles e información necesarios para registrarnos. Tras varios minutos agónicos de intercambios de papeles, carnets de identidad, repetir nuestros nombres completos hasta la saciedad y demás, el recepcionista feliz pulsó la tecla intro de su ordenador para buscarnos las habitaciones correspondientes. Frunció el ceño, sin dejar de sonreír. Sonreír tanto no podía ser sano.

—¡Qué fatalidad! Me temo que ha sucedido un terrible error. En lugar de tener disponibles una habitación para los chicos y otra para las chicas, tenemos tres habitaciones de dos ocupantes y una de tres. No sé qué ha podido ocurrir —se lamentó, todavía con la dichosa sonrisa. Como me habría gustado poder sacársela de una bofetada, pero se suponía que no debía hacer esas cosas si antes no me había agredido físicamente y/o fuese un ángel de fuego. Reglas estúpidas, aunque funcionales, que Alban nos había implantado.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora