Epílogo.

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Dos semanas después.

La mujer frente a él, miró incrédula y algo desorientada, los papeles que yacían sobre el escritorio. El miedo de quedarse limitada en sus ganancias y gastos, le hacían cosquillar la punta de los dedos.

La mirada fría y calculadora de ese hombre, la desconoció. Era cómo si de repente tuviese a un extraño frente a ella y no a su sobrino, aquel del que se hizo cargo junto a sus hermanos por más de 15 años.

Tomó aquel documento y volvió a leerlos. Esto no podía estar pasándole. Pero era lo que merecía y menos.

– No puedes hacerme esto, Thomas. –contradijo Imelda con indignación.

– ¿Qué no puedo? –río Thomas, secamente y sin una pizca de gracia– Tú ya no puedes decirme qué puedo y qué no puedo hacer. Sólo firma de una vez, quieres. –dijo en un tono amenazante que desconoció.

– Pero... pero... –balbuceó mirándolo descolocada.

– Pero nada –cortó Thomas–. No tienes porqué contradecirme. Ya no tienes ese derecho. Agradece que no te dejo en la calle por todo lo que has hecho, es más, agradece que no te mando a la cárcel –Imelda abrió sus ojos asombrada ante esa posibilidad–. Firma el maldito papel de una buena vez.

Viéndose acorralada y sin una salida, firmó ese documento en donde cedía el poder que tenía sobre una parte de las ganancias del viñedo. Ahora sólo debía conformarse con una ridícula pensión que no cubría ni el mínimo de todos los gastos a los que estaba acostumbrada.

Pero era lo que merecía. A fin de cuentas, ese era su castigo.

– Quiero que regreses inmediatamente a Francia. Te quiero lejos de mí familia, principalmente de mí mujer y de mis hijos –Imelda iba a refutar, pero la mirada de Thomas, la silenció–. Lo que hiciste a mi mujer en su estado, es algo que no te perdono. No te quiero cerca de ellos –dictaminó–. Víctor te espera afuera, tus maletas están en el auto, te llevará a la estación de tren, aquí tienes tus boletos –dijo dejándolos sobre el escritorio–. Y este es tu boleto de avión. –señaló.

– ¿Clase turista? –dijo Imelda leyendo los boletos con incredulidad.

– ¿Algún problema? –enarcó su ceja desafiante– Pues acostúmbrate, así es como te manejarás de ahora en adelante. Debes irte ya o no llegarás a tiempo de tomar el tren y deberás usar el autobús.

Totalmente ofuscada y humillada, Imelda salió de esa oficina y cómo dijo Thomas, no regresaría jamás a la mansión.





Tiempo después.

Con la ayuda de Emily, dio los últimos retoques a su maquillaje y peinado, y nuevamente volvió a mirarse al espejo. La mujer que allí se reflejaba era muy diferente a la muchacha que llegó al viñedo tiempo atrás. Pero pese a eso, su mirada seguía siendo la misma, su esencia igual, sólo qué más adulta ahora.

Volvió a mirarse de pies a cabeza. No podía creerlo todavía. Pero allí estaba con su vestido blanco y con una sonrisa de enamorada que podía iluminar la noche más oscura.

– Te prohíbo llorar ¡Eh! –advirtió Emily emocionada por su amiga.

– No te prometo nada. –respondió Sophie con diversión.

– ¡Ay, amiga! –Emily la abrazó con fuerzas– Ni yo me creo que vayas a casarte y con ese hombre, que no hace más que amarte.

– Bueno, creo que en algún momento iba a suceder –dijo separándose–. Vivimos juntos, tenemos una familia, solo fue hacerlo oficial para el resto. Pero más allá de eso, me emociona la idea de ser su esposa. Me hace feliz.

La Institutriz | Mi Luz (libro 1)Where stories live. Discover now