Cap. 6- Miradas.

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Dio varias vueltas en la cama intentando conciliar el sueño. Todavía no sabía qué lo había impulsado ir hasta su habitación simplemente a verla.

No había podido dejar de pensar en ella en toda la tarde, por eso sus impulsos lo llevaron a golpear su puerta a esa hora y fueron esos mismos impulsos que casi lo llevaron a besarla.

Respiró aliviado por haberse detenido a tiempo. Tuvo que hacer uso de todo su autocontrol para detenerse de cometer tremenda locura. Por que besar a Sophie era una locura, una muy tentadora locura.

Pasó sus manos por su rostro frustrado por la situación. ¡Dios! ¿Cómo haría ahora para mirarla sin desear besarla?

Haber percibido el fresco olor de su piel fue un detonante a todo su sistema nervioso.

Jamás antes se había sentido atraído así por ninguna mujer. ¿Mujer? Sophie recién estaba despertando al mundo y hasta podría jurar que la muchacha era virgen y él tan experimentado, que con todo lo que deseaba hacerle seguro la espantaría.

Se levantó de su cama descalzo y llevando puesto sólo su pantalón de pijama. Fue hasta su licorera que tenía dentro de su habitación y se sirvió del líquido color ámbar. Sin hielo, sin nada. Lo ingirió puro sintiendo así el ardor en su garganta. Dejó el vaso vacío y regresó de nuevo a la cama.

Sí, la chiquilla lo estaba volviendo loco.

El día recibió a todos los trabajadores con algunas nubes gordas y blancas. Brindando así un poco de fresco para aquellos que debían estar muchas horas bajo el arduo sol de verano.

Thomas se alistó para dar inicio a su día. Bajó las escaleras rumbo a la cocina, allí se encontró a Diana preparando café. Aquel increíble olor mejoraría sin duda un poco su insomnio, porque volver a conciliar el sueño fue todo un reto para él.

– Buen día, joven Thomas –saludó Diana a Thomas apenas entró a la cocina y él sólo asintió con su cabeza.

Inmediatamente supo que su jefe no tenía un buen humor el día de hoy.

– Café, Diana.

– Sí, joven. Ahora le sirvo. –acató rápidamente la orden. Mejor no llevarle la contraria cuando no estaba de buen humor.

– Llévalo al comedor –Diana asintió nuevamente– ¿los niños?

– Aún duermen joven.

– Y... ¿la institutriz? –preguntó algo nervioso y carraspeo en consecuencia– ¿Ya despertó?

– Y muy temprano, joven Thomas –Thomas miró escéptico a Diana–. No tiene problema con despertar con el sol. Ahora mismo debe encontrarse en el jardín. Me agrada. –manifestó alegre.

– Al parecer a todos les agrada.

– Y eso es bueno, créame. Lo más importante es que a los mellizos también les agrada la joven. No sucedía lo mismo con Meredith ni con las anteriores –decía con confianza. Porque a pesar del humor que se cargaba a veces Thomas, Diana podía hablarle y decirle lo que pensaba. Después de todo ella prácticamente lo vio nacer y sabía que él la respetaba a pesar de todo.

– Sí, eso es muy importante. Que ellos puedan estar cómodos con su presencia.

Diana preparó todo en una bandeja para llevarlo al comedor. Siguió su camino siendo seguida por Thomas quién tomó su lugar en la mesa y comenzó a dejar las cosas y servirle café.

– ¿Y usted que piensa de ella? –preguntó Diana de repente sorprendiendo a Thomas por su pregunta.

– ¿Qué podría pensar? –Diana lo miró inquisitiva con aquellas arrugas que adornaban su piel hace años y sus cabellos de plata que la acompañaban hace tiempo– Hace un gran trabajo con los niños y tiene ese no sé qué que parece alegrar a cualquiera. –respondió con la mirada fija en un punto inexistente.

– ¿A cualquiera? ¿eso también lo incluye a usted? –preguntó evitando sonreír por su intromisión en su cuestionamiento.

Thomas parpadeo varias veces al escuchar esa pregunta y por un segundo se atrevió a pensarlo.

¿Sophie lo alegraba a él también? La respuesta era que sí. Ya que siempre que la tenía cerca se sentía tranquilo y no podía evitar una que otra sonrisa.

– ¿No tienes tareas que hacer Diana? –cambió repentinamente de tema y Diana que esperaba ansiosa la respuesta terminó chistando frustrada haciendo sonreír a Thomas y al notarlo sonrió por automático.

– Que tenga buen día, joven Thomas –y dicho eso se marchó rumbo a la cocina.

Hizo un sorbo de su café pensando en lo sucedido de anoche. Había sido demasiado imprudente, pero cómo contenerse ante alguien como Sophie. La muchacha deslumbraba una alegría genuina que llamaba poderosamente su atención y eso no sucedía desde que...

– Buen día, señor Müller. –esa dulce voz lo sacó de sus pensamientos y tomando su lugar en la mesa Sophie se sentó.

– Buen día, señorita Moore –dijo y al mirarla pudo notar cómo sus mejillas se tornaban de un color rosado–. Es muy madrugadora por lo que veo.

– Es un hábito que tomé de pequeña cuando... –detuvo su diatriba, tal vez Thomas no quería escuchar cómo fue su vida en el orfanato y aparte no tenía por qué contarlo.

– ¿Cuándo...? –instó Thomas interesado. Sophie sonrió.

– Es algo que hacía de niña cuando mis padres fallecieron, despertaba con el sol deseando poder encontrar a mis padres. Bueno... yo no lo recuerdo muy bien ya que sólo tenía tres años; pero las hermanas decían que siempre me encontraban en la ventana que da a la entrada, decían que me quedaba ahí por horas esperando. Al parecer lo hice por un año entero –volvió a sonreír aunque ésta vez fue una sonrisa triste que Thomas percibió de inmediato–. Así fue que el hábito se me quedó.

– Lamento lo de tus padres.

– Fue hace años. –intentó restarle importancia.

– ¿Tienes más familia? –Thomas quiso saber más.

– No –negó con su cabeza–. Fue por eso que crecí en el orfanato San Sebastián.

Hubo un silencio pero no incómodo en el qué Thomas no se atrevía a preguntar más por temor a invadir su privacidad e incomodarla.

– Me contaban las hermanas que fue difícil que alguien pudiera adoptarme ya que cada que una pareja quería llevarme hacía tal berrinche diciendo que... –hizo memoria recordando aquellas palabras–, que no podía irme porque mis padres iban a volver y si me llevaban no iban a encontrarme.

Una lágrima traicionera abandonó su ojo derecho y sin previo aviso Thomas la secó con cuidado sorprendiendo a Sophie a quien le habían dicho que ese hombre era un ogro gruñón. Sonrió por ese pensamiento.

– Lo siento, yo no quería hacerte poner triste –se disculpó sin apartar su mano de la mejilla de Sophie.

– Está bien, no es su culpa –dijo nerviosa y sin apartar los ojos de los de Thomas, quién inconscientemente hacia pequeñas caricias en su mejilla con su pulgar sin imaginarse lo que ese pequeño gesto generaba en Sophie–. Iré... iré a ver a los niños –anunció poniéndose de pie y Thomas apartó su mano.

– La niñera se encarga de levantarlos –se apresuró a decir al verla con la intención de irse.

– De todos modos iré a verlos.

Dicho eso abandonó el lugar dejándolo sólo y con mil pensamientos en la cabeza.


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Espero la historia les esté gustando y sea de su agrado. Si gustan pueden recomendar la historia y compartir para que llegue a mas lectores, se los super agradecería.

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Saludos.

Con cariño.

Gisse Astrada. 

La Institutriz | Mi Luz (libro 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora