Capítulo 55: La verdad

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Aquella casa estaba demasiado alejada de todo. Era enorme y elegante, con dos alturas, paredes en color crema y tejado oscuro. Tenía el jardín perfectamente cuidado y unas vistas envidiables de un lago cuyo nombre desconocía.

No podía importarme menos en ese momento.

Con ojeras de no haber pegado ojo en toda la noche y el mayor estado de agotamiento que hubiera conocido jamás, me adentré por el jardín tras despedir al taxi que me había acercado hasta allí. Aquellas eran las coordenadas que había mandado a mi móvil.

Llamé al timbre y, tras un largo minuto, la puerta por fin se abrió. Bill apareció en el umbral como si fuera el dueño y señor de la propiedad, dejando a un lado su papel de novio amoroso y mostrando su cara de cretino soberbio.

—Bienvenida, muñeca.

Sin embargo, su cuerpo bloqueaba el paso. Miró alrededor, asegurándose de que hubiera ido sola, antes de dejarme entrar en la lujosa casa. Una vez en el interior, avanzó por el pasillo y le seguí por acto reflejo, dando por hecho que era lo que quería. Avanzamos hasta el piso de arriba y me abrió la puerta, esta vez dejándome pasar primero. Mi respiración se atascó unos segundos al ver que era el dormitorio. No se había andado con rodeos.

Con el corazón en un puño, entré al infierno y lo observé como si aún pudiera encontrar una salida al abismo en el que había conseguido acorralarme. La estancia era amplia, coronada por una enorme cama con dosel cuyas cortinas estaban recogidas, un par de sillones, mesillas, una cómoda y una alfombra bajo la cama. En una de las paredes había un ventanal que daba al lago y me hizo recordar dolorosamente mis días en la playa con Vincenzo. Tal vez las vistas del agua me transportarían a un lugar y momento más feliz cuando todo se pusiera mal para mí.

—Llegas un poco tarde —canturreó con una voz que me puso la piel de gallina—. No pareces muy dispuesta a esforzarte por tu amorcito.

Apreté los puños y le planté cara, harta de la forma en que me hacía sentir y de cómo se regodeaba en mi sufrimiento. Harta de ser la que siempre perdía en aquel macabro juego.

—A lo mejor habría llegado antes si no me hubieras hecho venir hasta los confines del mundo. ¿Y por qué tienes una casa aquí? —exigí saber—. Creía que estabas de paso en Italia.

Se quedó apoyado contra la puerta cerrada, estudiándome con la mirada. Había podido ducharme, pero llevaba la misma ropa de la noche anterior. Toda mi ropa estaba en la casa de Vince.

—Soy invitado personal de los Montessori, muñeca. Esa panda de gilipollas me adoran. Les ríes un par de gracias y ya te invitan a pasar unos días en su casa del lago. Qué amables, ¿verdad? Me han dado el lugar perfecto para tu visita: aislado de todo, donde nadie pueda oírte gritar.

Un escalofrío me hizo estremecerme al oírle hablar como un asesino en serie. Traté de alejar esos funestos pensamientos de mi cabeza y centrarme en el presente.

—¿Por qué te quedas tan lejos? —pregunté insegura.

Él me dedicó una sonrisa torcida y me tendió una mano.

—Porque no soy gilipollas. Dámelo.

Le miré con duda, ocultando de mala manera el temblor de mis manos.

—No sé qué...

—Dámelo o te aseguro que le encontraré un uso más creativo que tú —me amenazó.

Sabiéndome pillada, me quité el bolígrafo plateado que hacía las veces de horquilla sujetando mi cabello en un moño. La melena rubia cayó por mis hombros deshaciendo el nudo por su propio peso cuando le lancé el bolígrafo, sin atreverme a acercarme a él para dárselo.

Palabra de Bruja SilenciadaWhere stories live. Discover now