Capítulo 38: La invitación

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El viaje tras la discusión se hizo pesado y ligero a la vez. En la extraña bruma en la que me sentía, los segundos se sucedían de forma errática. En algún momento aterrizamos y no hice ademán de moverme del asiento hasta que la puerta se abrió y alguien me pidió que bajara. Alguien que no era ni Dante, ni Vincenzo.

Con indolencia ante la situación, me limité a levantarme y seguir a aquel extraño sin preguntar ni sentir curiosidad siquiera sobre a dónde me llevaba. Lo cierto es que ni me fijé en sus rasgos. Todo me daba igual.

Me escoltó hasta la casa y, una vez ahí, yo misma seguí el camino hasta mi habitación, la contigua al dormitorio de Vincenzo. Me quité el vestido y me di una ducha antes de ponerme el albornoz. Prefería estar así que con la ropa que él me había dado, aunque en realidad todo aquello era suyo y el gesto no tenía el menor valor simbólico.

Me senté con el pelo mojado y envuelta en la suave prenda en mi sitio habitual bajo la ventana, a limitarme a esperar. No sabía cuándo vendría Vincenzo a seguir su interrogatorio, a usar mentalismo para extraerme a la fuerza la verdad o simplemente a borrarme la memoria y deshacerse de mí, pero ya ni siquiera me importaba. Tenía la sensación de que jamás volvería a importarme nada.

Los minutos pasaban y nadie vino a buscarme. Así que cuando me cansé de estar sentada me recosté en los cojines del asiento y me dediqué a ver cómo, poco a poco, el cielo se oscurecía y se poblaba de estrellas. Estábamos tan lejos de todo que se podía ver un precioso cielo estrellado, pero ni siquiera eso podía conmoverme ahora. 

Me quedé allí, tirada como una muñeca rota, hasta que la inconsciencia tuvo a bien llevarme y acabar aquel fatídico día para mí.

* * * *

Al día siguiente me despertaron los rayos de sol en la cara. O quizás fueron los suaves golpes a la madera los que alejaron las dulces brumas oníricas de la inexistencia. Un profundo pesar se adueñó de mi cuerpo en cuanto tuve consciencia de mí misma de nuevo y los recuerdos del día anterior tomaron por completo mi mente y mi ánimo.

Los golpes en la puerta insistieron algo más fuerte. Quise responder pero... no quería. No encontraba mi propia voz. No había fuerza motriz en mí, era un ser sin voluntad propia. Me sentía de nuevo atrapada en la oscuridad, dentro de mi propio cuerpo, como las primeras semanas tras huir de Wrightswood en las que me había limitado a existir entre el llanto y el sueño.

Ante el silencio, la puerta se abrió sin esperar respuesta. Mi vista se quedó clavada en el techo, indiferente a quien fuera la visita. Total, tampoco es que tuviera derecho a dar o no paso a nadie. No era mi casa.

—¡La Virgen! ¡Tápate! —exclamó Dante—. ¿¡Es que tienes resaca!?

Aquella voz me oprimió el pecho aunque creía que ya no podía sentir nada. Era la misma voz con la que había discutido el día anterior, la que me había dicho crueldades hasta quebrarme.

Ignoré la incomodidad que le causaba mi albornoz medio abierto y miré su traje gris, combinado con esa corbata a rayas de un tono más oscuro. Me costaba mirarle y no recordar el día anterior. Pero, de alguna forma, la ropa me ayudaba a distinguirles: Vincenzo era mucho más pijo vistiendo, mientras que para Dante era obvio que el traje era más bien un uniforme. Era como aprender a lidiar con gemelos idénticos.

—Habéis vuelto a discutir... —concluyó con tono cansado—. Joder, sois como críos.

Dejó una bandeja sobre la cama y se acercó a mí, dejando unos pasos prudenciales de distancia. Esperaba que se fuera pero se quedó allí, en silencio, unos instantes.

—No te vas a quedar todo el día ahí tirada como la última vez.

Como la última vez... 

Palabra de Bruja SilenciadaWhere stories live. Discover now