Capítulo 2: El anillo

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—¡Tienes que esforzarte más, Honeycutt!

El profesor Ainsworth era un hombre de aspecto sobrio y severo que pasaba de los cincuenta y solo se mostraba entusiasmado en lo referente a la alquimia. Pero su ímpetu se volvía destructivo ante la falta de talento, como si fuera una afrenta no nacer virtuoso en la rama de su aquelarre.

Su voz dura y frustrada, marcada por su fuerte acento escocés, volvió a machacarme frente al resto de mis compañeros cuando volví a ser la única de la clase que no logró el ejercicio de modelar el metal. De hecho, lo único que había logrado era cambiarlo de color y lo había deformado ligeramente.

—Lo intentaré —murmuré dócilmente con una sonrisa impostada, haciendo mi mejor esfuerzo por disimular las ganas de llorar. Ese era en realidad mi único talento.

—Eso no basta. ¡Esfuérzate de verdad! —me exigió sin importarle humillarme públicamente—. ¡Por la luz de la Diosa, estás en último curso! No me basta con que sepas la teoría después de seis años. Necesito que hagas algo decente. Está bien si no puedes manipular los metales como los alquimistas, pero todo mago y bruja de esta academia tiene que ser al menos capaz de sintonizar con los metales como mínimo lo justo para abrir una maldita cerradura. No toleraré que de esta clase salga la primera bruja que si se olvida las llaves en casa tenga que llamar a un maldito vacuo cerrajero. ¡Así que échale ganas!

Su tono sarcástico despertó risas en el sector menos sensible de la clase. Yo, por mi parte, asentí con la cabeza sin perder la sonrisa. Por suerte no era una pregunta porque de verdad no sabía cómo esforzarme más. No era mi culpa que la magia no acudiera cuando yo la llamaba. Yo no había elegido ser mediocre.

Sería lógico pensar que, a cambio de tener una maldición más severa que la de los demás en cuanto a no poder mentir, se me había otorgado un control de la magia superior a cambio; un pago místico a cambio de un poder sobrenatural más allá de lo conmensurable.

Pero no. Además de estar maldita con la incapacidad para controlar mi lengua, era una negada para la magia. La vida no es justa.

—Lo que tendría que hacer es sentarse contigo a ayudarte en vez de andar mirándonos por encima del hombro —protestó Nadia en un murmullo indignado.

Miré con infinito cariño a la bruja castaña, más molesta que yo misma por el desplante del profesor con esa empatía que solo los amigos más leales pueden exhibir.

Me llevaba bien con mis compañeros de la Torre Sur, era una persona amable siempre que mi exceso de sinceridad me lo permitía. Pero la verdad al desnudo no es agradable y eso limitaba mucho el número de mis amistades íntimas.

Verás, los magos no pueden mentir. Por supuesto, de cara a los vacuos, es un secreto a voces que fingimos que no es cierto. Pero la cuestión es que nadie sabe por qué, ni cuál es el origen de esta rara afección que nos obliga a ser sinceros. Hay quien dice que es una maldición, que los dioses temían que gobernáramos sobre los vacuos con nuestras capacidades y decidieron darnos un punto débil, algo que equilibrara la balanza.

Pero en mi caso se trataba de algo mucho peor. La maldición que me impedía mentir era más fuerte en mí que en los demás; y es que no era solo que no pudiera mentir, es que no podía evitar decir la verdad. No controlaba mi propia lengua. Era incapaz de callar cuando se me hacía una pregunta directamente y, cuanto más nerviosa estaba, más dificultades tenía para guardar silencio, rompiendo hablar incluso cuando no se me había dicho nada.

Por eso, valoraba especialmente a la gente que, como Nadia, era capaz de soportar mi compañía pese a lo insufrible que podía llegar a ser.

—Supongo que me dan por perdida. Tal vez prefieren pensar que es un problema de actitud porque así les doy una excusa para expulsarme. Así no mancharé el nombre de la academia siendo "la bruja que usaba llaves" —comenté con cierta sorna. Dolía menos si bromeaba sobre ello.

Palabra de Bruja SilenciadaWhere stories live. Discover now