Capítulo 7: El banquete

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Miré mi reflejo en el espejo de cuerpo entero con disgusto. Aquella túnica ocre y dorada me hacía sentir ridícula. Y la corona de hojas secas en mi cabeza no ayudaba en absoluto a quitarme esa sensación.

Nadia, a mi lado, llevaba una en tonos tierra y musgo. Pese a la variedad cromática, todas debían ir en esa gama otoñal, con el blanco, el rojo y el negro totalmente prohibidos. A excepción, por supuesto, de las piedras lunares. Aquellas gemas blanquecinas parecían emitir su propia luz, como si fueran trocitos de la propia luna llena. De hecho, creo que de ahí venía su nombre. Un símbolo muy común entre los magos y totalmente imprescindible en cualquier celebración religiosa.

Yo nunca me había puesto una porque me parecía grosero llevar un símbolo religioso en el que no creía, pero Nadia había insistido en que este año no era opcional para nosotras. A su manera, ella también quería protegerme del odio de nuestros compañeros y no quería correr el riesgo de que les ofendiéramos en forma alguna.

—Nadia... —la llamé apurada—. Mmm... No recuerdo dónde dejé mi...

—En el arcón. Al fondo. Está... —. Frunció ligeramente el ceño como si tratara de recordar, aunque yo sabía que lo que hacía era visualizarlo en su mente—. Se te ha colado dentro del jersey, ese tan horrendo que nunca te pones: el naranja y marrón.

La bruja sonrió pagada de sí misma cuando mi olvidada piedra lunar apareció justo donde ella había indicado.

—¡Gracias! Ojalá pudiera hacer algo tan útil como eso —murmuré con mi habitual exceso de honestidad.

Ese era el poder primordial de Nadia: encontraba objetos perdidos. Algo que, si bien algunos de nuestros compañeros de la Torre Norte ridiculizaban, yo creía que era muy útil. Aunque puede que en parte hablara la envidia, ya que, de hecho, yo formaba parte de ese grupo minoritario que no conocía su poder primordial.

Los magos no pueden hacer magia desde su nacimiento. Sería un desastre si los niños pudieran prender fuego a su casa en cada rabieta. Así que, no sé si precisamente por una cuestión evolutiva o porque así lo quisieron los dioses, la magia no es accesible hasta el final de la infancia. Hay excepciones que logran acceder a la magia con cinco o seis años, pero lo común es que ocurra entre los nueve y los doce.

Y la forma en que la magia se libera es en un momento en el que deseas algo con mucha intensidad. La magia dentro de ti, como si hubiera estado acumulándose esperando para salir, toma la forma que sea necesaria para satisfacer esa necesidad y a ese poder se le llama magia primordial. Un poder afín a la persona, más sencillo que cualquier otro por complejo que sea, y que no guarda relación con los aquelarres ni con las preferencias.

La teoría dice que todo mago tiene un poder primordial porque, por lógica, todo mago tuvo que liberar su potencial mágico en algún momento. Pero debe ser que algunos son tan sutiles que pasan inadvertidos porque en mi caso no tenía ni idea de cuál era. Hasta para eso era una completa inútil.

Me puse el colgante pese a lo indigna que me sentía de llevar un símbolo de la Diosa y, mientras Nadia terminaba de ajustarse los cordones de las sandalias, empecé a trenzarle el pelo para poder intercalar los adornos en dorado que emulaban ser hojas y bayas. Al menos eso se me daba bien.

—Da igual cuántos años pasen, me sigo sintiendo una estafa vestida así —admití con un suspiro.

—Es lo que hay —murmuró la bruja con desinterés. Era la misma conversación cada mes y medio, con cada una de las ocho celebraciones sagradas del calendario mágico. Eso sin contar los esbats, que eran ceremonias que tenían lugar cada luna llena.

Para los magos, su religión era un tema muy serio. Toda su cultura y su sociedad estaban basados en ella; incluso sus leyes. Así que no era opcional llevar a cabo los ritos en la academia.

Palabra de Bruja SilenciadaWhere stories live. Discover now