Capítulo 29: El juego (II)

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Poco después, Vincenzo miró su reloj y se fue con cierta prisa, llevándose el dosier que ni habíamos comentado. No supe si era porque tenía obligaciones o si buscaba una excusa para salir de allí, molesto por cómo había ido el almuerzo, pero no tuve tiempo de pensarlo. En cuanto se fue me levanté de la mesa para ir hacia Dante, esperando que me guiara hacia el jardín.

Me puse incluso nerviosa mientras caminábamos por los pasillos a un paso que se me antojaba exageradamente lento rumbo a la entrada principal. Los ojos se me empañaron de lágrimas cuando abrió la puerta y me llegó la brisa cálida y húmeda a la cara.

Olía a verano.

Sé que Dante dijo algo pero no le escuchaba. Avancé un par de pasos hacia afuera con inseguridad, sin terminar de creerme que me dejaran salir de verdad, que no fuera una broma cruel. Delante de mí se extendían metros y metros de jardín, y tuve que contenerme para no echar a correr hacia la hierba bañada por el sol y tirarme a rodar por ella. Empaticé con toda mi alma con esos perros que se volvían medio locos cuando los sacaban al parque a jugar.

Lo que no pude —ni quise— evitar fue sentarme en el césped, a riesgo de mancharme el vestido y hacer aún más el ridículo en aquel lugar tan elegante. Ya no me quedaban fuerzas para guardar las formas por si volvía a cruzarme con el padre de Vincenzo. Y apenas me senté me acabé tumbando, dejando que la agradable sensación de estar siendo bañada por el sol y sintiendo la tierra debajo de mí me embargara; cerrando los ojos para embriagarme del olor a césped húmedo recién cortado y flores de jardín.

No sé si me había quedado dormida o estaba a punto cuando una sombra me tapó la cara, rompiendo el hechizo y haciéndome abrir los ojos con el ceño fruncido. Dante me miraba desde las alturas con su eterna mirada de hastío. La desolación se apoderó de mí, creyendo que había acabado la hora del patio.

—¿Tengo que volver adentro tan pronto? —pregunté aunque no sabía cuánto tiempo llevaba en realidad ahí tumbada. Podía haber sido una hora como cinco que me habría parecido poco.

Mi voz sonó lánguida y afligida, exponiendo ese dolor casi físico de perder mi recién conquistada libertad. Pero Dante se mostró impertérrito a mi sufrimiento.

—No. Te he traído la merienda. Y Vincenzo me ha encargado darte algo.

Me incorporé con dudas. ¿La merienda? Hacía tres comidas al día en aquel lugar. Lo único que tomaba fuera de hora era cuando Vincenzo venía a verme y me traía café o vino.

En el porche había una mesa de madera con un par de butacas, un columpio de dos plazas y una mesita sobre la que descansaba una bandeja con el café como a mí me gustaba, un sándwich y un muffin de chocolate. Al acercarme vi también una tablet con un post-it encima.

«He supuesto que tendrás hambre. Nos vemos esta noche.

                                                                                                Vincenzo».  

Miré a Dante, esperando una explicación. Se le notaba visiblemente incómodo haciendo de intermediario entre su jefe y yo.

—Ahí tienes series y libros y yo qué sé qué más. Para que te entretengas. Pero no tiene internet. Si quieres algo que no esté descargado me lo pides a mí.

Le miré con precaución. No es que no agradeciera el gesto pero habría estado mejor darme esas comodidades el primer día. Sin embargo, había algo que no terminaba de encajar.

—¿No puedo tener internet?

—Me limito a darte un mensaje. Yo no sé lo que Vincenzo planea. Y aunque así fuera tampoco te lo diría.

Palabra de Bruja SilenciadaWhere stories live. Discover now