Capitulo 71

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—Qué bien. Voy por una cerveza. Reúnete conmigo abajo a las seis y media.

—¡De acuerdo!

A medio camino hacia la puerta se detuvo y dio media vuelta, acercándose a grandes zancadas a ella y colocando las manos sobre sus rodillas a fin de que sus caras quedaran separadas por escasos centímetros.

—Muchos pensaban que me tenían calado —dijo con voz grave y ojos relampagueantes—, y muchos han lamentado haber hecho tal suposición.

—Peter, es simplemente un hecho. Yo no...

—En varias ocasiones me has dado lo que supongo es tu opinión. Agradecería que esperaras hasta que yo te ofrezca la mía antes de hablar por mí.

Con eso, se fue; la puerta se cerró suavemente al salir a pesar de que ella hubiera preferido que lo hiciera de golpe. ¡Maldita sea! Nadie era tan difícil de calar. Era muy buena en valorar el carácter de las personas en unos segundos. A menudo su vida dependía de su destreza en ese campo. Lanzani parecía sinceramente preocupado por ella y sentirse verdaderamente insultado por que ella no considerara aquello como una posible relación a largo plazo.

«Resuelve esto y sal disparada.» Ésa era la solución. Estaba allí bajo sus propias condiciones, y por sus propias razones. Cuando se marchara sería porque ella realmente lo quería, no porque él decidiera que era hora de que se largara. Cuando volcó de nuevo la atención en la monstruosa televisión, Megagodzilla iba perdiendo a los puntos. ¡Ja! Al menos algunas cosas de este mundo iban como debían.

Se maquilló y peinó unas cinco veces antes de quedar satisfecha con lo que veía, luego esperó a que fueran las siete menos veinte para presentarse abajo. Juan Pedro Lanzani podía dictar todo lo que le viniera en gana, y ella podía recordarle asimismo que era una empresaria independiente.

Aunque preveía que la estuviera esperando, furioso y paseándose por el vestíbulo, tuvo que ir a buscarle y lo encontró en la piscina, dando cuenta de algo que olía a whisky.

—¿Estás listo? —preguntó, incapaz de que su voz no sonara impertinente.
Él se puso de pie.

—¿Ya es la hora?

Le hubiera sacado la lengua y dedicado una mueca, pero entonces sabría que su comentario le había molestado. Lali asintió, en cambio, anteponiendo el paso hacia el camino de entrada.

El Bentley azul estaba estacionado —no, listo para saltar al asfalto— delante de los escalones. Muy a su pesar, un escalofrío ascendió desde la parte baja de su espalda. Iba a ir en un Bentley.

—Toma —dijo, y le lanzó las llaves.
Lali se dispuso comentar que no tenía un documento válido, pero por suerte se convenció de su estupidez antes de que el pensamiento pudiera formarse.

—¡Ahh, la pelotita! —canturreó, deslizándose tras el volante mientras Ben sujetaba la puerta para que subiera—. ¿Cuánto cuesta esta cosa? —preguntó, encendiéndolo.

—Bastante. Intenta no matarnos.

Incapaz de esconder su amplia sonrisa, Lali inició la marcha y pisó el acelerador. Bajaron el camino volando y se libraron por poco de rozarse a ambos lados de la reja mientras unos sorprendidos policías se apuraban a salir de un salto del camino.

—¿Por dónde?

—Gira a la derecha en el cruce. Te daré indicaciones de ahí en adelante. —Se abrochó el cinturón de seguridad, pero, aparte de eso, no parecía preocuparle cualquier desperfecto que ella pudiera provocar.

Una vez dejaron atrás la mansión y atravesaron el camino hasta llegar a zona residencial donde vivía Gastón, redujo la velocidad a un ritmo prudente. En esa parte de la ciudad niños en bici y en patines invadían las veredas y de ninguna manera quería hacerle daño a alguno de ellos. Todos parecían tan... ajenos a la idea de que en el mundo existía gente mala. Lali no podía recordar haber sido tan ingenua alguna vez. Una espeluznante idea le vino a la cabeza.

—No tienen hijos, ¿no?

—Gira a la derecha —dijo, ajustando el aire de la rejilla de ventilación de su lado.

—¡Ay, Dios mío! No me dijiste que habría niños.

—Tú lo fuiste una vez —dijo, la diversión se agudizó en su voz—. Estoy seguro de que te las arreglarás.

—Yo nunca fui niña. ¿Cuántos años tienen?

—Cristóbal tiene diecinueve, pero no está en casa. Ya comenzó la universidad.

—Bueno... Todo bien, por el momento. Ahora dame las malas noticias.
Él rio entre dientes.

—Daniel tiene catorce y Olivia nueve.
Lali gruñó.

—Esto es una emboscada.

—No, no lo es. Son unos chicos maravillosos. Y Rochi es una buena cocinera. La tercera casa a la izquierda.

Las casas allí eran sobrias, con enormes patios y puertas para salvaguardar la privacidad. La de los Dalmau no tenía puerta, pero sí una bonito cerco blanco de madera que corría a lo largo de la calle tan sólo por mejorar las apariencias. ¡Dios mío, un cerco blanco!

Juan Pedro mantuvo la atención fija en Mariana mientras estacionaba en el pequeño camino de entrada. Peter había hecho trampa al no darle todos los detalles, pero ella lo había enojado, así que justo era lo justo.

A juzgar por su reacción, aquélla era la primera vez que Lali viajaba a un barrio residencial de la capital... o, al menos, su primera cena en casa de una familia normal en un barrio residencial. La casa de Lali, registrada por la policía, se encontraba en medio de un destartalado vecindario, pero en cierto modo dudaba de que ella hiciera demasiada vida social con sus vecinos. Del informe policial se desprendía que ninguno de ellos sabía más aparte de que era la simpática y reservada sobrina de Juanita Fuentes.
Estacionó el auto pero no lo apagó.

En cambio, se quedó allí sentada, parecía que nada le gustaría más que el que hubiera un huracán y los arrastrara a todos.

—Vamos. Respira hondo y entremos.

Apagó el motor, mirándolo con cara de pocos amigos, y abrió la puerta. Luego volvió a quedarse inmóvil.

—¡Ayyy!. ¿No se supone que debemos traerles un regalo o algo?

Peter se preguntó si Jane había tenido tantos problemas con Tarzán en su primera cena formal con la familia. Sería divertido introducirla en la civilización.

—Ya me ocupé de todo. Abre el portaequipajes.

—Se dice maletera, Lanzani. Si yo no puedo decir compota, tú no puedes decir portaequipajes.
No pensaba discutir con ella en ese momento, sino buscar un par de pequeños regalos envueltos.

—¿Los llevo yo, o quieres hacerlo tú? —preguntó, cerrando el portaequipajes, maletera, con el codo.

—A mí se me caerían. —Frunció el ceño, poniéndose a su lado mientras subía el camino adoquinado hasta las puertas dobles de entrada—. No, dame uno. Así tendré algo en que ocupar las manos.

Después de sopesar cuál de los dos regalos era el menos frágil, se lo entregó a ella y enseguida tocó el timbre con el dedo índice. También rehusó decirle que su aspecto era más que asombroso; estaba deslumbrante con su pelo ondulado suelto por la cintura y los labios pintados de un ligero tono bronce. También se había hecho algo en los ojos; el verde del vestido profundizaba su color hasta un tono caramelo con unas pestañas inusitadamente largas y oscuras.

—De acuerdo, no están en casa —dijo cinco segundos después—. Vámonos.

—Cobarde.

Aquello captó su atención, tal y como él había esperado que hiciera. Lali enderezó la espalda como si se hubiera tragado un sable y sus labios se convirtieron en una delgada línea cuando apretó la mandíbula.

—Hoy he tenido que arreglármelas con unas granadas—refunfuñó—. Dos para ser precisa.
La puerta se abrió.

—Entonces esto debería resultar sencillo —murmuró, y dio un paso adelante para saludar a Gastón.

Arte Para Los Problemas(LALITER) Where stories live. Discover now