Capitulo 49

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—Me alojaba en casa de un amigo —respondió con una pequeña mueca—. No se ofenda, pero con la reputación de mi padre, suelo verme hostigada por la policía cuando me instalo en algún lugar. Es más sencillo no hacerlo. Instalarme, quiero decir.

—Alguien, usted, debería escribir un libro sobre su padre.
Mariana dejó escapar un bufido.

—Nadie lo creería. Además, él se aseguró de que me mantuviera al margen.
El detective sonrió a cambio.

—Aun así, apuesto a que tiene algunas historias.

—Invíteme a tomar algo un día de éstos y le contaré lo que sé.

—Trato hecho.
Mariana encandilaba a todo el mundo.

—Pediré que le traigan un café, detective —intervino Peter—. ¿Podría esperarnos quince minutos?

—Que sean veinte —convino Castillo, dejando que lo guiaran a la cocina, donde Juan Pedro dio instrucciones de que prepararan café y el desayuno.
Tan pronto se cerró la puerta tras ellos, Peter se volteó velozmente hacia Mariana.

—¿Qué diablos...?
Ella se acercó y lo besó. No era pasión; sus labios estaban tensos y temblaban levemente, pero lo hizo callar.

—Aquí no —susurró—. Seguridad.

—En mi cuarto —espetó, cargando de nuevo con el petate y alejándose. Sabía que ella lo seguiría; tenía en su poder la tablilla de piedra.
Juan Pedro cerró la puerta de golpe cuando ella entró después de él.

—¿Por qué me mentiste? —soltó, dejando la bolsa en el sofá.
Mariana se estremeció ante el veneno que destilaba su voz.

—No lo he hecho.

—¡Debería entregarte a Castillo ahora mismo! —Se pasó la mano por el pelo como si prefiriera realizar una acción más violenta que gritar. Este hombre de duros y helados ojos era quien poseía una buena porción del mundo... y obviamente Lali se había topado con su lado malo. Más de ciento setenta y cinco centímetros de enojo la fulminaba con la mirada mientras ella se paseaba como un lobo buscando un punto vulnerable en el cual hincar los dietes.
Había llegado el momento de recordarle que también ella los tenía.

—No sé qué está pasando —espetó, negándose a retroceder—. Yo no la puse ahí.

—No soy estúpido, Mariana —gruñó.

—Y yo te digo que no estoy mintiendo. Alguien...

—¿Qué, alguien la puso ahí? Sea cual sea el maldito juego al que estás jugando, se acabó. Ya.

—¿Por qué no lo compruebas con Gastón? Parece que vive dentro de tu bolsillo. Dudo que haya alguien que disponga de mejor acceso a ti y a tu propie...

—¡No cambies de tema! ¡Este petate es tuyo!

—Yo no lo he hecho, Peter —susurró, incapaz de mantener la voz firme. Se había pasado la vida al borde del abismo. Cuando su padre fue arrestado había sentido como si la succionara, tratando de arrastrarla a sus profundidades, pero había logrado mantenerse en pie. Ahora, por primera vez, había tropezado y caído dentro. No se le ocurría ninguna acción, ninguna mentira, ni siquiera alguna verdad que la sacara del problema—. Yo no lo he hecho. Y ésa es la verdad.

—Viniste aquí por ella.

—Por supuesto que sí. Nunca he mentido sobre eso. Pero yo no me la llevé. De haberlo hecho, no habría vuelto en busca de tu ayuda. Y mucho menos la habría traído conmigo. No sé qué está pasando, pero a mí tampoco me gusta que me tomen por tonta.

—¿Entonces cómo llegó aquí? —exigió, sacando la reliquia.

—No... —Se detuvo. Mientras siguiera negando sus acusaciones, y manteniéndose a la defensiva, no sería capaz de pensar—. Déjame verla —dijo con voz más calmada.
Él la miró furioso, sus hombros se alzaron al inspirar profundamente.

—Nada de eso. Ponte algo de ropa. Voy a llamar a Gastón antes de que Castillo descubra qué está pasando. —La apuntó con un dedo, acto seguido apretó la mandíbula, y cerró la mano con fuerza en un puño—. ¡Maldita sea, Mariana! ¿Qué crees que vas a sacar con todo esto?
Ella sacudió la cabeza, deseando que la creyera.

—Nada. Fernández murió mientras alguien, mientras Maxi, robaba la tablilla. Y luego muere Maxi, imagino que a manos de aquel para quien estuviera trabajando. No tiene sentido que eso estuviera en mi mochila. No cuando dos personas han muerto ya por su causa. Alguien lo desea lo suficiente como para matar por ello. Dos veces.
Por primera vez desde que entraron en la habitación Peter le quitó los ojos de encima para mirar la antigua piedra desconchada que sostenía en la mano.

—No, no tiene sentido —dijo al fin—. Nada de esto lo tiene.

—Para alguien sí que lo tiene. —Sintiendo cómo se iba suavizando su ira, Lali fue un paso más allá—. Alguien que acaba de renunciar a un millón de dólares para acusarme de asesinato. Déjame verla.

Su mirada se paseó de ella hasta el teléfono de la mesa del fondo. Lali sabía lo que él estaba pensando, estaba tratando de decidir qué hacer: si acudía a Castillo, probablemente ambos serían arrestados. Si llamaba a Gastón, él posiblemente saldría del enredo, pero ella no. Después del medio minuto más largo de su vida, él le tendió la tablilla.
Lali dejó salir el aire que había estado conteniendo.

—Gracias —dijo antes de tomar la piedra.

—¿Por qué? —gruñó.

—Por no... —Una inesperada lágrima rodó por su cara y Lali se la enjugó, sorprendida y preocupada. Ella nunca lloraba. Jamás—. Por darme otra oportunidad para averiguar de qué se trata todo esto —se corrigió.

Arte Para Los Problemas(LALITER) Where stories live. Discover now