Capitulo 59

185 13 0
                                    

Castillo miró por la ventana de la terraza. La habitación que la señorita Espósito utilizaba había sido rastreada sin ser hallados más dispositivos. Podría haber muerto; según lo dicho por el equipo de artificieros, o bien había planeado el suceso o tenía los reflejos más rápidos que jamás habían visto. Teniendo en cuenta la investigación que había llevado a cabo en los últimos días sobre lo que se sabía de la carrera de su padre y sobre algunos otros robos que se le atribuían pero que no habían sido probados, tenía la corazonada de que se trataba de lo último.

Lanzani y ella se encontraban afuera, en el camino de acceso, discutiendo sobre algo, y Castillo imaginaba que tenía mucho que ver con cuánto iban a contarle. Si ese desastre hubiera sucedido en otro lugar que no fuera la mansión Lanzani, se los hubiera llevado a ambos a comisaría para ser interrogados. Pero después de veinte años trabajando entre la élite, se conocía al dedillo la cadena de mando... sobre todo cuando perdonas influyentes con gran poder como Juan Pedro Lanzani estaban involucradas: Lanzani conocía al intendente, el cual conocía al comisario, que conocía al jefe de detectives, quien a su vez conocía a Castillo.

Por otra parte, estaba dispuesto a jugarse el sueldo a que Espósito era la mujer que había visto Lanzani la noche del robo, la mujer a quien, además, atribuía haberle salvado la vida. Pero, obviamente, no había sido el único intruso en la casa. Tenía un cadáver en el depósito de cadáveres, pero Maxi Recca no le indicaba nada aparte de que le habían disparado dos veces y arrojado al océano para deshacerse de él.

El jefe había dejado claro que quería relacionar a Recca con la explosión y con la posterior muerte del joven Fernández. Aquello sería el fin de la investigación por homicidio y el fin de su relación con Juan Pedro Lanzani y compañía. Qué lástima que detestara los rompecabezas a los que les faltaban piezas. Ahí sucedía algo más importante que el robo de una tablilla y deseaba desesperadamente descubrir de qué se trataba.

El jefe del equipo de artificieros lo puso al tanto de los detalles técnicos de la casi muerte de Mariana Espósito y, armado con tal información, decidió ir a dar un paseo hasta el estanque de Lanzani.

—Imagino que Harvard viene en camino. —Mariana se sentó en la fresca hierba al borde del estanque, con la atención claramente puesta en la ranita verde posada en una roca a su lado.

Juan Pedro se paseaba de acá para allá por el sendero a escasos metros de distancia, demasiado inquieto, demasiado preocupado por el hecho de que quienquiera que hubiera colocado las granadas permaneciera en los jardines para relajarse. Lali lo había acusado de querer ser su caballero de brillante armadura, y había dado en el clavo.

—Sí. Va a traerme la lista de mis empleados.

—Bien. Apuesto a que estaba molesto.
Juan Pedro asintió a su espalda.

—Mucho.

—Piensa que soy yeta.

—Cree que eres peligrosa. Naturalmente, no ayuda el que lo contraríes adrede.

—Pero me ayuda a sentirme mejor, que es lo que importa.

—Podrías, al menos, llamarlo «Yale». Se graduó primero de su clase, allí. —Se sentó a su lado, decidiendo finalmente que el número de policías presente en el interior y en los alrededores del lugar impediría probablemente que arrojaran más explosivos a Mariana, y sobre todo, para estar cerca de ella. La rana lo miró y saltó al estanque.

—La asustaste. —Mariana se acercó un poco a él—. ¿Por qué soy peligrosa?
Estaba seguro de que el adjetivo la halagaba.

—Según Gastón, porque guardas demasiados secretos y tienes un lamentable estilo de vida, y por lo tanto pones la mía en peligro.

—¿Y según Juan Pedro Lanzani?

—Ah. Según él, no sabe muy bien qué hacer contigo, pero reconoce que eres sumamente entretenida, y que lo tientas a hacer cosas que posiblemente jamás se le hubieran pasado por la cabeza hacer antes de conocerte.

—¿Como mentir a la policía?

—Algo parecido. —En realidad había cometido ese pecado con anterioridad, aunque no acerca de algo tan serio como un homicidio. Pero cuando Castillo se acercó por el sendero, apartó aquel recuerdo a un lado—. Detective.

—Llámeme Franco. —Castillo se sentó en la roca que la rana había abandonado—. La habitación está limpia —dijo—, y están trabajando en el resto de la casa. Tengo un par de hombres interrogando al personal, pero nada ha explotado hasta ahora. Fue muy inteligente contener a todos en los jardines. —Se echó hacia delante, contemplando el estanque—. ¿Tiene peces aquí?

—Carpas —respondió Juan Pedro—. A esta hora del día suelen esconderse debajo de las piedras y los camalotes.

—Igual que la persona que colocó esas granadas —comentó Franco, metiéndose la mano en el bolsillo—. ¿Les gustan las pipas de girasol a las carpas?

—Probablemente las mataría, pero ¡qué importa! Puede que las haga salir.
Castillo arrojó un puñado de pipas al agua.

—Lo que tenemos aquí —dijo con un suave tono coloquial—, es una especie de punto muerto. Oh, ahí están. ¡Eh! —lanzó otro puñado de pipas al estanque, mientras observaba cómo el enorme pez de brillante colorido acudía a por la comida.

—¿Un punto muerto? —lo apuró Peter, dándose cuenta de que Mariana se había ido alejando paulatinamente del detective tanto como le era posible sin ponerse en pie. Debería ser simpática con Castillo, pero resultaba obvio que no pensaba ponerse a charlar.

Arte Para Los Problemas(LALITER) Where stories live. Discover now