Capitulo 11

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—Está muy segura, ¿no es así? —No iba armada; podría hacer que se descuidara, agarrarla y entregársela a la policía. En cambio, Peter bebió un trago de coñac.

—Mmm —respondió—. ¿Quién era ése al que ha mandado para que presione a la senadora Becerra? ¿O, mejor dicho, a Bárbara?

Juan Pedro se encontró observando su boca, la suave curva de sus labios carnosos. «Concéntrate, maldita sea.» Tomó aire y miró una vez más la ventana. El cristal era grueso, pero no lo suficiente como para impedir que alguien escuchara... o para detener una bala. De modo que una vez más había tenido oportunidad de matarlo y no la había aprovechado. Interesante.

—Era mí abogado. Gastón Dalmau.

—Abogados. Mis personas preferidas. Ahora, ¿por qué no se acerca hasta el armario un momento? —le sugirió mientras ella se aproximaba. Pareció darse la vuelta, preparada para moverse en cualquier dirección, para reaccionar a cualquier cosa que él pudiera hacer. Juan Pedro lo encontró extrañamente... tentador. La mayoría actuaba a la defensiva si estaba él involucrado. La señorita Rinaldi, al parecer, se consideraba su contrincante.

—Este es mi escritorio, señorita Rinaldi. ¿Por qué no me lo pide de mejor manera? Teniendo en cuenta que está desarmada.
La ligera sonrisa reapareció de nuevo en su boca, indicando que no dudaba de poder defenderse de él y que estaba disfrutando enormemente de su encuentro.

—Por favor, muévase, señor Lanzani —le dijo con voz adulona.

Se desplazó a donde ella le indicaba porque quería ver qué pretendía hacer a continuación. Dando un paso adelante, ella pasó sus dedos enguantados por las carpetas y los papeles que había sobre su escritorio.

—Yo tampoco tengo armas escondidas —le dijo él tras un momento, ocultando un punzada de irritación cuando ella invadió el cajón superior de su escritorio.

—Claro que tiene —respondió—. Solamente quiero estar segura de que no estén donde pueda sacarlas con facilidad. —Su mirada contempló su jean gastado.

Tras un momento, retrocedió, indicándole con un gesto que todo estaba despejado. Él volvió a su escritorio, y se apoyó contra el borde. Si hubiera mirado el armario que se encontraba a su espalda, habría encontrado un 44, pero indudablemente pensaba que podía salir de allí antes de que él pudiera llegar a cualquier cosa que hubiera guardado bajo llave.

—De acuerdo, digamos que acepto que no está aquí para matarme —dijo—. ¿Por qué está aquí entonces, señorita Rinaldi?
Ella dudó por primera vez, una arruga apareció entre sus delicadas cejas curvadas.

—Para pedirle su ayuda.
Y él que había pensado que ya nada podría sorprenderlo esa noche.

—Perdón, ¿cómo dice?

—Me parece que sabe que no intenté matarlo la otra noche. Lo único que pretendía era llevarme su tablilla troyana, y no me disculparé por eso. Pero el robo está sujeto a la ley de prescripción. El asesinato, no. —Se aclaró la garganta—. No mataría a nadie.

—Entonces entréguese y dígaselo a la policía.
Ella resopló.

—Ni loca. Puede que me haya quedado sin la tablilla, pero la ley no me ampara.
Juan Pedro se cruzó de brazos. Ella no se había llevado la tablilla. Su curiosidad aumentaba por momentos... y no lo convenía contarle que otro se la había llevado.

—Así que has robado otras cosas. ¿A otra gente, aparte de a mí, imagino?

Cuando ella miró hacia la ventana, su suave expresión de «a quién le importa» cambió un poco. Era una pose, comprendió. A pesar de parecer imperturbable, debía de estar desesperada para presentarse esa noche de improviso ante él. Si no hubiera estado tan acostumbrado a observar a la gente en busca de puntos débiles, jamás lo habría visto. Era buena en lo que hacía, obviamente, pero ese momento de vulnerabilidad captó su atención... y su interés.

—Le salvé la vida —dijo finalmente, su imperturbable máscara de nuevo en su sitio—, así que me debe un favor. Dígale, a la policía, a la prensa, a todos que no maté al guardia, y que no intenté matarlo a usted. Ya me ocuparé de lo demás yo misma.

—Entiendo. —Peter no estaba seguro de si se sentía más intrigado o irritado por el hecho de que ella esperara que él hiciera desaparecer su error—. Quiere que arregle las cosas para que pueda salir de esto sin consecuencias, porque, a pesar de que sí se ha portado mal en otro lugar, aquí no tuvo éxito.

—Soy mala en todas partes —replicó, con una leve sonrisa que hizo que Peter se preguntara, momentáneamente, hasta dónde llegaría en su búsqueda por verse absuelta de todo mal—. Acúseme de intento de robo. Pero absuélvame de asesinato.

—No. —Quería respuestas, pero a su modo. Y no por medio de algún tipo de compromiso, por fascinante que hiciera parecer la idea.
Ella lo miró directamente a los ojos por un instante, luego asintió.

—Tenía que intentarlo. Sin embargo, podría tener en consideración que si no fui yo quien puso esa bomba, otro lo hizo. Alguien que tiene más experiencia que yo para entrar en los sitios. Y soy buena. Muy buena.

—Estoy seguro de que lo es. —La observó durante otro momento, preguntándose cómo sería con toda esa energía desatada. Definitivamente sabía exactamente cómo sacarlo de sus casillas, y quería hacer lo mismo con ella—. Admito que puede tener algo que me interesa adquirir —dijo pausadamente—, pero no son sus teorías o su petición de ayuda.
Volviendo a su posición bajo la ventana, estiró el brazo hacia abajo. El extremo de una larga cuerda cayó dentro de la habitación.

—Señor Lanzani, yo nunca doy algo a cambio de nada.
Él descubrió que no estaba preparado para dejarla marchar.

—Tal vez podamos negociar.
Ella soltó la cuerda, acercándose a él con unos andares que se asemejaban en parte a los de Catwoman, y muy seductores.

—Ya lo sugerí, y usted lo ha rechazado. Pero tenga cuidado. Alguien lo quiere muerto. Y no tiene ni idea de cuánto puede acercarse a usted alguien como yo sin que ni siquiera se entere —murmuró, alzando el rostro hacía el de él.
«¡Santo Dios!» Esa mujer prácticamente lanzaba chispas. Peter podía sentir cómo se le erizaba el vello de los brazos.

—Lo sabría —respondió con el mismo tono de voz grave, acercándose lentamente un paso, retándola a dar el siguiente. Si lo daba, iba a tocarla. Deseaba tocarla desesperadamente. El calor que emanaba su cuerpo era casi palpable.
Ella se quedó donde estaba, sus labios a un suspiro de los suyos, después esbozó otra fugaz sonrisa y se alejó para asir la cuerda de nuevo.

—Así que no se sorprendió esta noche, ¿no? —Con fluida coordinación de brazos y piernas, ascendió a través de la claraboya—. Vigile su espalda, Lanzani. Si no va a ayudarme, no pienso ayudarlo.

—¿Ayudarme?
Ella se desvaneció y, seguidamente, asomó la cabeza en la habitación.

—Sé cosas que los policías jamás sabrían cómo descubrir. Buenas noches, Lanzani. —La señorita Rinaldi le lanzó un beso—. Que duerma bien.
Juan Pedro dio un paso adelante para mirar hacia arriba, pero ella ya había desaparecido.

—Me sorprendí —reconoció, tomando otro trago de coñac—. Y ahora necesito una ducha fría.

Continuará...

Arte Para Los Problemas(LALITER) Where stories live. Discover now