Capitulo 1

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Martes, 2:17 a.m.

Mariana (lali) se preguntaba quién, puntualmente, había escrito la regla de que los ladrones que entran en cualquier espacio que fuera más grande que una bolsa de papel siempre tenían que saber escalar muros. Todo el mundo lo sabía. Todo el mundo lo daba por sentado, desde cárceles a castillos, de las películas a los parques temáticos, hasta la impresionante ciudad de Buenos Aires en la que se encontraba. Muros de piedra, rejas electrificadas, cámaras de vigilancia, sensores de movimiento, guardias de seguridad, todo ello con el propósito de evitar que cualquier ambicioso delincuente saltara los muros e ingresara en la santidad del espacio privado que se extendía más allá de éstos.

Con una leve sonrisa, paseó la mirada del muro de piedra, que tenía en frente, a la doble reja de fierro forjado que formaba parte de la fachada de la mansión. Algunos delincuentes eran más ambiciosos que otros. Se acabaron las reglas.

Tomó aire lentamente hasta que logró apaciguar el palpito de su corazón, y entonces sacó el arma que llevaba al hombro, se internó más profundamente en las sombras fuera de la reja, apuntó a la cámara que había a la izquierda, en lo alto del muro de piedra de más de cuatro metros de altura, y disparó. Con un pequeño resoplido, una bala de pintura se estrelló con fuerza contra un extremo del marco y, como consecuencia, la cámara quedó desviada hacia las copas de los árboles y con el lente manchado de pintura blanca. Un búho que dormía se despertó con el movimiento, ululó y salió volando de una de las ramas del árbol, mientras que con una de sus alas rozaba ligeramente la recién desviada cámara.

«Buena puntería», pensó, y volvió a colgarse la pistola de pintura al hombro. Su horóscopo había dicho que hoy sería su día de suerte. Normalmente no creía en lo que decían los astros, pero cobrar el diez por ciento de un millón y medio por una noche de trabajo parecía un golpe lo bastante afortunado para darle cierto crédito. Se apresuró a colocar un par de espejos de mango largo a cada lado de las pesadas puertas para desviar los sensores. Hecho eso, sólo tardó un segundo en intervenir el circuito eléctrico del cajetín y abrir una de las puertas lo suficiente para escabullirse por ella.

Había pasado todo el día memorizando la localización de las demás cámaras y de los tres sensores de movimiento que tenía que esquivar, y en dos minutos exactos había atravesado los árboles y el terreno ajardinado para situarse en cuclillas al pie de la escalera de piedra rojiza. Gracias a las copias de los planos y trazados, conocía la ubicación de cada puerta y ventana, y la marca y modelo de cada cerradura e instalación eléctrica. Los planos no le habían informado del color y el radio de alcance, e hizo una breve pausa mientras recuperaba el aliento y admiraba la ostentosidad que se desplegaba ante su vista.

Aquella mansión, era una casa que, había sido construida en la década de los años veinte del pasado siglo, antes de la caída del mercado bursátil, y cada uno de los sucesivos propietarios que tuvo había ido agregando habitaciones y pisos... y un sistema de seguridad cada vez más sofisticado. Su aspecto actual era, probablemente, el más atractivo hasta el momento: blanqueada, con sus tejas rojizas, rodeada de frondosas palmeras y añejas higueras y un estanque de peces del tamaño de una pista de patinaje en el frente. En la parte trasera de la casa, donde se encontraba agarrada, había dos canchas de tenis, y al otro lado una piscina de tamaño olímpico.

Era una propiedad privada bien protegida, y había sido creada para adaptarse a los caprichos del hombre más que a los de la naturaleza. Después de ochenta años de elegantes modificaciones y de expansión, la casa pertenecía ahora a alguien con un enorme poder adquisitivo y un ego igualmente desmedido. Alguien cuyo horóscopo rezaba lo contrario al suyo, y que además resultaba encontrarse en esos momentos fuera del país.

Los marcos de puertas y ventanas estarían fuertemente electrificados, pero, en ocasiones, los sencillos trucos de toda la vida eran mejores. Como en cierta ocasión dijera el señor Scott de Star Trek: «Cuanto más elaborada era la instalación, más sencillo era bloquearlo». Dándole un vistazo a su reloj para confirmar cómo iba de tiempo, sacó un rollo de cinta adhesiva de tela de color gris. Con ella, Lali elaboró un amplio círculo de unos noventa centímetros de radio, en la parte inferior de la cristalera del jardín, luego sacó una ventosa y un cortavidrios de su mochila. El cristal era grueso y pesado, y el apenas audible chirrido que hizo al extraer la pieza circular que había cortado fue mayor de lo que hubiera querido. Estremeciéndose, colocó el círculo sobre una maceta y volvió al hueco que había realizado.

Hizo un rápido repaso de la lista de aquéllos que podrían haber escuchado la extracción del vidrio. No sólo había un guardia de seguridad en el cuarto de vigilancia del piso de abajo, sino que al menos dos más patrullaban el interior de la casa mientras el propietario no se encontraba en su domicilio. Esperó un momento, escuchó y, seguidamente, tomó aire con fuerza y con la adrenalina corriendo por su organismo como de costumbre, se deslizó dentro.

Otros dos pedazos de cinta mantenían las cortinas cerradas sobre el agujero. No tenía ningún sentido revelar su medio de escape al primer vigilante que pasara por allí. A continuación se encontró con unas escaleras, en cuyo primer descanso había colgado un Picasso que parecía auténtico. Lali pasó por su lado sin darle mucha importancia. En la sala de conferencias habría otro, ambos protegidos con sensores y valorados en una millonada. Ya estaba al tanto de eso y, a pesar de sentirse tentada, no eran el motivo por el que ella se encontraba allí.

Lali se detuvo en el descansillo del tercer piso, se agachó sobre el tramo de escaleras y se volteó para ver el largo y oscuro pasillo que se abría hacia la galería. Incluso aunque en su reflexión se dio cuenta de que había visto en museos colecciones menores de armas y armamento, aun así buscó cualquier señal de movimiento o de sensores más recientes de los que aparecían señalados en el plano, y miró con máxima atención hacia los rincones menos iluminados en los que pudiera haber algún vigilante imposible de detectar hasta que no se hubiera encargado de él.


Se mantuvo agachada y en esa posición se dirigió hacia la armadura más próxima que se mantenía inmóvil, haciendo una pausa a su sombra para aguzar de nuevo el oído antes de seguir adelante una vez más. Ya estaba cerca; tenía que atravesar aquella puerta lateral antes de que pasara la siguiente patrulla de vigilantes. La precisa coordinación que requería hacía que ésa fuera su parte preferida... no se trataba tanto de la tecnología como del temple y de la habilidad. Cualquiera podía adquirir lo primero, pero era lo último lo que diferenciaba a una mujer de una chiquilla.

Se paró en

seco a tres metros de su destino. Un delgado y tenue destello de luz de luna cruzaba el pasillo a sesenta centímetros por encima del suelo y a siete y medio de su pierna derecha. Un cable. Nadie colocaba un cable que cruzara un pasillo de lado a lado. Era una estupidez, por no decir primitivo y peligroso para los residentes. Claro que no había nadie en la casa, pero seguramente los vigilantes podrían olvidarse de esa maldita cosa y caerse de narices o hacer que se dispararan las alarmas... o ambas cosas.


Frunció el ceño, y se acercó lentamente a la pared para ver cómo estaba sujeta esa estúpida cosa. Debería pasar por encima de ella, coger lo que había venido a buscar y marcharse, pero su presencia resultaba tan... fuera de lugar. Había seguridad de alta tecnología por todas partes y, sin embargo, ahí se encontraba suelto un alambre de acero.


Un alambre de cobre, se corrigió, observando con mayor atención. Un alambre sujeto a pequeños paneles planos y negros en cada pared, tensado y no precisamente paralelo al suelo. Casi, casi, pero no del todo. Sí, el dueño de la casa era fanático de su privacidad, pero poner alambres para que tropezaran parecía una exageración. Tampoco era que hubiera visto señal alguna que pudiera tildarle de quisquilloso en lo referente a la artesanía de la mansión. Su ceño se frunció más intensamente.


-¡Quieto!


Continuará...



Arte Para Los Problemas(LALITER) Where stories live. Discover now