Capítulo 32 - Tercera Parte

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 Hacía sólo unos momentos pensé que mi vida se desmoronaba como consecuencia de mi gran boca y mi poco seso. Hacía sólo unos momentos, me agobiaba mi limitación para todo este asunto de la Sabiduría y para peor, aplicada al «fenómeno Hiroshi». Y ahora, todo parece ser una maravilla que transformará mi casa y el pueblo en la Joya de la Sabiduría del Imperio... ¿Quién rayos puede pensar que todo eso puede ser asimilado o manejado por un simple sujeto de diecisiete años... o sea, yo? Con todo y el ambiente de cierta algarabía que reinaba en mi sala, yo simplemente quería estar solo. Quería estar conmigo mismo, hablar conmigo mismo. Pensaba que ni Satou ni Taiki, ni incluso el mismo Takashi pudieran decirme nada más. Si el problema lo tenía yo, tenía que saber de qué se trataba y cómo solucionarlo. Taiki lo dijo: mi felicidad y el resto de mi vida se estaban jugando en esa partida.

—¡Demonios! —exclamé.

—Takeo, querido —dijo mi madre—, ¿de nuevo hablando contigo mismo? Los demonios no vendrán en tu auxilio por más que los invoques, cariño. Los rayos, quizás, pero los demonios no. Te lo aseguro.

—Eh... disculpen... de nuevo... —dije—. Por lo visto, tendré que elegir otra exclamación más apropiada y elegante para concluir mis elucubraciones.

A pesar de eso, los chicos rieron.

Pasado el té, llegó la hora de la cena y también pasó. El Maestro parecía de muy buen humor a pesar de su edad y su habitual seriedad. Las «niñas» conversaban esos secretillos que a mí me daban tan mala espina y mi madre, Satou y Taiki, seguían planeando el «Centro del Saber y la Cultura». Por mi parte, los miraba a todos y los veía tranquilos y felices y pensaba que, de alguna manera, tenían razón... era yo quien desentonaba en esa armonía de personas y personalidades. Había llegado a apreciar al Maestro tanto por su bondad como por su sapiencia; a Satou por su honradez y sinceridad; a los hermanos por su devoción, su alegría de vivir y su genuino interés en hacer feliz a los demás; a mi madre, por... por tantas cosas, en cuenta esa vitalidad y energía (a pesar de su «artritis»), su vocación protectora y dedicada, cobijando a todo aquel que cupiera bajo sus alas... ¿Por qué, al llegar a Hiroshi, el recuento se detenía? Como el mocoso estaba concentrado en su conversación con Takashi y los demás, cada uno en lo suyo, me dediqué a observarlo... Sonreía, reía y hablaba con una expresión que reflejaba que se sentía feliz. Sus ojitos brillaban, sus labios dibujaban gestos delicados y graciosos, sus cabellos largos caían despreocupados sobre su rostro que era, como Taiki había dicho de su hermanito, como de porcelana. Su figura, delgada y menudita, parecía flotar. En cierto momento se movió y su pierna herida le provocó un gesto de dolor... sin darme cuenta, mi propio rostro lo imitó como un espejo... sentí como si me hubiera dolido a mí... Viéndolo bien... el chico es hermoso... como siempre lo fue. Mi madre insistía en que yo debía reconocer la belleza cuando la viera, aunque se tratara de un chico... y éste era uno de esos. Satou había dicho que Hiroshi era más lindo que Takashi... no lo sé... pero a mí también me lo parecía. Como estábamos todos juntos en la sala, con los braseros encendidos, la temperatura era más que agradable, más bien cálida, aunque afuera todavía nevaba. El chico volvió a mover su pierna y el dolor le hizo exclamar un pequeño «¡Ay!». Mi madre, de inmediato, revisó su herida.

—Hiroshi, cariño. La venda se ha aflojado y al moverte roza el raspón. Déjame volver a arreglarla —le dijo.

Para eso, quitó la venda y tuvo que descubrirle toda la pierna, casi hasta sus nalguitas... Yo no me perdí nada del procedimiento.

—Cielito —le siguió diciendo—, será mejor que te ponga un poco más de la infusión. ¿Me esperas aquí o vamos a la cocina?

—Vamos a la cocina —me oí decir aunque no recuerdo que mi cerebro dictara tal declaración—. Yo lo llevo.

Las Siete CampanasWhere stories live. Discover now