Capítulo 4 - Primera Parte

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 —Espera un momento, Hiroshi, que no creo entender tu pregunta y... —comencé a decir, pero me interrumpió:

—Takeo, no es que no puedas entender mi pregunta, de seguro fui yo quien se expresó mal, discúlpame.

—¡Ah! Entonces, explícate mejor, por favor —le dije.

—Takeo, si seguimos con la historia, pronto verás a lo que Hiroshi se refiere —agregó el ermitaño.

—Pero Maestro, si me explicaras de una vez estas cosas, no me dará tanto trabajo el sacar las conclusiones y entender la moraleja —dije.

—¿Cuál moraleja, Takeo? —preguntó el anciano.

—La de esta historia; pues para algo nos la estás contando, para que de ella aprendamos y obtengamos las respuestas al asunto de la adquisición de la Sabiduría.

—¡Oh! Ya entiendo —continuó—. Esta historia debe tener un final en que se diga qué es la Sabiduría y en qué se diferencia del conocimiento, supongo.

—Así es, Maestro —afirmé—. De eso partimos ayer.

—Si eso es así, entonces esto... será un poco más complicado de lo que pensé —dijo.

—¿Por qué, Maestro? En realidad creo que resulta más complicado porque en lugar de contestar directamente mis preguntas me remites a partes de la historia que todavía no has contado, aunque entiendo que será allí donde estarán las respuestas.

—Entonces, Takeo, ¿qué tal si te armas con un poco más de paciencia y permites que esas respuestas lleguen a su debido tiempo? —me dijo con un tono que sentí como de mucha seriedad y supuse que tantas interrupciones y majaderías de mi parte podrían estar incomodándolo.

—Maestro... no es falta de paciencia por parte de Takeo, no lo tomes así —le dijo Hiroshi—. Es solo su gran ímpetu y su deseo ardiente de aprender. Lo que parece un defecto es, en el fondo, una de sus virtudes.

—Está bien, Hiroshi; si tú lo dices... —expresó el ermitaño con esa extraña sonrisa que para entonces empezaba yo a encontrar sospechosa.

—Maestro, no es que lo diga yo, simplemente aclaro que Takeo...

—Está bien, Hiroshi; no necesitas decirme más —le interrumpió el anciano—. Entonces, ¿continúo con la historia?

—Sí, Maestro; por favor —dije, aunque ese breve diálogo entre Hiroshi y él me dejó una sensación extraña. Sentí como que hablaban de mí (eso era obvio) pero sobre algo de mí que yo desconocía aunque ellos no.

El anciano continuó entonces con la historia:

El joven Keisuke volvía para su choza; caminaba muy despacio y casi arrastraba sus pies. Con la cabeza gacha, cubierto por la manta que ahora había extendido también sobre su cabeza (no tanto por el frío nocturno como por la tristeza) y que aferraba con ambas manos sobre el centro de su pecho, seguía sollozando,

El dios, al saber que el chico ya no lo veía (ni en forma de sim-ple luz) ni le oía, decidió flotar a su lado acompañándole en el camino hasta su choza.

Al llegar, Keisuke fue para el rincón donde dormía, pero en lugar de acostarse se sentó. Siempre cubierto con la manta sobre su cabeza, tomó sus rodillas entre sus brazos y ocultó su llanto entre ellos. El dios, ingrávido frente a él, solo lo miraba.

—Esperaré a que se duerma y me le apareceré en su sueño, como lo hice antes —se dijo el joven dios; y esa expectativa lo tranquilizó un poco.

Pero tal era la desazón y la tristeza del jovencito que no pudo conciliar el sueño en el poco tiempo que faltaba para el amanecer.

Mientras el dios esperaba, decidió meditar. Suspendido en el aire a un lado de Keisuke, cruzó sus piernas como si estuviera sentado en el suelo, en posición que ahora llaman «de loto», cerró sus ojos, tomó una respiración profunda y se sumergió en el enfoque de su pensamiento. Pero a diferencia de sus meditaciones normales, esta vez no dirigió el objeto de su meditación, sino que dejó que dicho objeto apareciera por sí mismo: Primero, vio la imagen de Keisuke en lágrimas y poco a poco, vio a la par, su propia imagen. Vio que su imagen giraba lentamente la cabeza hacia la de Keisuke, se acercó a ella, pasó su brazo derecho por sobre sus hombros, lo inclinó hacia su pecho para que recostara su cabeza en él... y logró sentir algo que nunca antes había sentido... era un dolor, sí, pero no como los que durante estos días había percibido; era distinto. Vio que su imagen volvía a acariciar los cabellos del jovencito y para su sorpresa, su imagen, su propia imagen, lloraba con él.

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