Capítulo 15 - Tercera Parte

50 14 24
                                    

 Bajo la lluvia torrencial, los cuatro salieron del pueblo rumbo a la choza improvisada que Kota tenía en la montaña. Si los caminos estaban incómodos por el barrial que se hacía, la parte a campo traviesa era casi intransitable. Se les hundían los pies hasta los tobillos y costaba un mundo caminar.

A pesar de que Kota se mostraba colaborador, Satori no le quitaba los ojos de encima, pues lo sabía capaz de cualquier jugada sucia; y la forma en que a veces el muchacho le miraba, le parecía indicar que esperaba el momento para contraatacar. No pensaba que Kota se fuera a rendir tan fácilmente y menos, entregar por las buenas su presa; y de todas formas, no le creyó ni por un momento, la historia del amigo de la montaña; pues eso más se parecía una cortina de humo para esconder la culpabilidad de Mizuki que una explicación racional.

Seguían avanzando lenta y dificultosamente bajo la lluvia incesante.

—Los traigo a mi guarida —dijo Kota de pronto— pero solo para demostrarte que no tengo nada que ocultarte. Pero cuando lleguemos allí, lo más probable será que el hombre de la montaña ya se lo haya llevado para su choza.

—No mientas más, Kota. Si me estás engañando, te juro que no tendrás vida para engañar a nadie más —le dijo Satori.

—No te estoy mintiendo. Mi amigo de la montaña es un hombre muy extraño... te dije que no sé dónde vive pues si es cierto que tiene su choza en la montaña, la ha ocultado tan bien que ni yo la he encontrado.

—¿Y cómo dices que es ese tal amigo tuyo? —preguntó Masaru.

—Es extraño. Tiene el pelo tan largo que le pasa las caderas... supongo que por vivir tanto tiempo solo en la montaña no se lo ha cortado en muchos años. No puedo calcularle la edad, pero es joven... no sé... como de unos treinta y tantos años... no sé, es difícil decirlo. Pero para ser un ermitaño habla muy bien... parece como muy bien educado. Y es muy amable conmigo, siempre me regala cosas.

—¿Como los pescados que estaba cocinando tu madre?

—Sí. Yo no sé de dónde los saca, son muy raros pero muy sabrosos; y siempre me los da frescos, como acabados de pescar... incluso vienen aleteando... y eso que por aquí cerca no hay ningún lago o río donde puedan conseguirse... por eso digo que es extraño.

—Me parece que está diciendo la verdad —le dijo Masaru a Satori en voz baja—. Si mintiera no estaría pasando toda esta tortura de traernos hasta su choza con este clima, y menos tendría por qué contarnos ese detalle de los peces.

Cuando al fin llegaron a la guarida de Kota, éste se apresuró a abrir las maderas que hacían de puerta y que estaban amarradas por fuera con una fuerte soga. Sin pensar en qué peligros pudiera haber, Satori se abalanzó primero para entrar y aunque estaba bastante oscuro adentro, pudo distinguir la silueta de alguien en un rincón. Estaba acurrucado y como durmiendo a pesar de estar mojado. Para su sorpresa, era Keisuke.

—¡Keisuke! ¡Mi pequeño Keisuke! ¡Gracias a los dioses que estás bien! —le dijo casi llorando; pero el chico no contestó. Intentó levantarlo pero pesaba como un cuerpo muerto. Estaba frío e inerte. Lo enderezó para que quedara boca arriba y sus brazos cayeron a los lados sin control.

—¡Keisuke, despierta! —le dijo Satori golpeándole las mejillas, pero el chico no respondió.

Con el muchacho en sus brazos, Satori levantó sus ojos que ya rompían en llanto y miró a Masaru.

—Masaru... está... está... —pero no pudo continuar.

—¡¡¡Maestro!!! —clamó Hiroshi con sus ojos llenos de lágrimas—. No me digas que Keisuke murió... no me lo digas... No puede ser... Tú... tú estás contando la historia, Maestro... cámbiala... cámbiala por favor... tú puedes hacer que Keisuke viva... Maestro... tú puedes...

Las Siete CampanasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora