Capítulo 11 - Primera Parte

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 Cuando los cuatro expedicionarios iban entrando en el pueblo natal de Satori, unos niños que jugaban empezaron a gritar: «¡Satori, Satori!». Uno de ellos salió corriendo para una de las chozas que estaban en el borde del poblado y gritando:

—¡Mamá, mamá, Satori ha vuelto!

El grupo de niños, de ambos sexos, rodeaban a los recién llegados y saltaban haciéndoles festejos.

De la casa, junto con el niño, salió una mujer de mediana edad, secándose las manos con un paño y detrás de ella, una chica como de unos catorce o quince años, que corrió y se colgó del cuello de Satori, diciéndole:

—¡Satori, volviste! Yo sabía que volverías... ¡Mamá, es Satori! —decía muy emocionada.

Ante el escándalo, también comenzaron a acercarse otras personas del pueblo. Un hombre, de mayor edad pero no muy anciano le dijo:

—Satori, ¡qué bueno que hayas vuelto! Tu casa está tal cual la dejaste. Entre todos la hemos cuidado pensando en que algún día volverías.

—Gracias, muchas gracias a todos —les decía Satori.

Los amigos podían ver que el chico era muy querido en su pueblo, a juzgar por el recibimiento que le dieron.

—Entonces, si no les importa, iremos para mi casa. Hemos caminado mucho y estamos cansados —les dijo Satori.

—¿Traen comida, Satori? —preguntó la mujer.

—Sí, gracias. No tienen que preocuparse por eso. Iremos para la casa y allí cocinaremos algo para luego de descansar —les dijo mientras intentaban seguir caminando entre la gente, que en realidad era muy poca, pero que parecía multiplicarse por los niños que no dejaban de rodearlos y saltar, sin contar a la chica que no se había soltado de su cuello.

Al fin pudieron llegar a la choza y comenzaron a desempacar, empezando por la comida que, si bien no quedaba mucha, tampoco era algo de lo cual alarmarse. Mientras tanto, el enjambre de niñitos seguía colgando del marco de la ventana mirando para adentro sin perderse nada de lo que sucedía.

—Como ven, la choza es pequeña, pero podemos acomodarnos—dijo Satori—. Distribuyamos las mantas para que Masaru y Kazuya puedan dormir a la entrada y Keisuke y yo aquí, en lo que, mal o bien, es mi cuarto.

—Yo he venido a barrer y limpiar casi todos los días, Satori —dijo la niña que lo había saludado con tanta efusividad y que había entrado sin tocar la puerta.

—Muchas gracias, Mizuki —le dijo Satori.

—Nunca perdí la esperanza de que volvieras —le dijo con una mirada que a Keisuke le empezó a caer mal.

—Pero solo estoy de paso, Mizuki. Tan pronto termine unos asuntos que tengo aquí, partiré de nuevo —le dijo el muchacho.

—¿Qué? ¿Te vas a volver a ir? —preguntó con lágrimas en los ojos.

—Sí, Mizuki, debo hacerlo.

—Pero... pero... aquí estamos todos nosotros... y esta es tu casa... y... y te extrañamos mucho y...

—Lo sé, Mizuki, pero como te dije, debo volver pues estamos trabajando en un asunto de la mayor importancia.

—Entonces, llévame contigo —le dijo colgándose nuevamente de él y llorando como si se fuera a morir.

—No puedo, Mizuki...

En eso entró otra chica más, quizás un poco mayor pero igualmente joven, acompañada por quien parecía ser su madre.

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