Capítulo 12 - Primera Parte

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 Cuando Hiroshi tuvo listo su equipaje, partimos para la montaña, y a pesar del largo tiempo que durábamos en el ascenso y de ir los dos solos, no hablamos más que del clima, las rocas que nos dificultaban el camino, los animales que veíamos, incluyendo unos pájaros que nos extrañó que todavía no hubieran migrado a pesar de la cercanía del invierno y cosas por el estilo, todas neutras y nada comprometidas ni comprometedoras.

Aunque había descartado todo el asunto sexual, las palabras de mi tío todavía sonaban en mi mente y yo seguía sin saber qué esperaría Hiroshi de mí; por lo tanto, no podía yo hacer eso que esperaba y así, la ya tan ansiada normalidad todavía no llegaba.

Mientras subíamos pensaba en que ya no sabía qué era más importante: si la adquisición de la Sabiduría o el restablecimiento de mi paz interior con respecto a Hiroshi. El Maestro era sabio; de eso ya no tenía yo ninguna duda. Por eso, confiaba en que al fin nos enseñaría la diferencia entre el conocimiento y la Sabiduría y cómo se adquiere ésta. Pero también el Maestro, por alguna razón que yo todavía no captaba, había demostrado que nos conocía y a un nivel profundo. Sus sonrisas sospechosas y enigmáticas con respecto a varios de mis comentarios, la forma en que a veces me contestaba indirectamente al hablarle a Hiroshi, y sobre todo cuando me dijo: «Piensa en lo que Hiroshi significa para ti» me parecían muestras inequívocas de que nos conocía en nuestro interior; y esa propuesta en particular, me mostraba que conocía que algo pasaba dentro de mí concretamente con respecto a mi amigo. Y eso me lo dijo cuando no sabíamos dónde estaba Hiroshi y si corría algún peligro o le hubiera pasado algo peor... cuando yo, como un verdadero imbécil, lo dejé abandonado a su suerte, «a merced de la noche, las bestias salvajes o los despeñaderos» (como dijo mi madre)... todo para que se hiciera «más hombre». Ese episodio, las imágenes que venían a mi mente con Hiroshi... el pequeño Hiroshi solo en la oscuridad, muerto de miedo... todo eso trataba de que no pesara en mi conciencia y por eso no quería recordarlo. Pero no puedo negar que, por esa misma insistencia de negarlo y olvidarlo, era un episodio que me acompañaría por el resto de mi vida. Esa misma insistencia en la negación indicaba que ese suceso pesaba mucho en mi conciencia; mucho más de lo que quería admitir.

Aunque mi madre no lo dijera expresamente, pero se deducía de su metáfora de los pinos y los cerezos, a Hiroshi había que asumirlo y tratarlo como a una chica. Ese pensamiento se me reforzaba con lo que me dijo mi tío en el sentido de que Hiroshi era como la que al fin llegó a ser su esposa, mi tía Reiko. Si en un ejercicio simple de imaginación, tomaba yo a Hiroshi tal cual y solo le cambiaba el género... o mejor aún, si dejaba todo tal cual y solo le cambiaba aquella parte que la ropa le cubre por pudor, el hecho de dejarla abandonada en la montaña era algo más que imperdonable. ¿Qué hombre que se precie de ser tal, dejaría a una chica tan dulce y vulnerable como «ella», abandonada y sola en la noche de la montaña? ¿Qué podría «ella» hacer? ¿Cómo podría defenderse? Es que cuanto más lo pienso, más difícil es perdonarme a mí mismo. Viéndolo así, no puedo entender cómo fui capaz de semejante atrocidad. ¿Qué era lo que me daba Hiroshi? Solo cosas buenas. Se desvivía por mí, hacía todo lo que le pidiera y sin quejarse, sufría los castigos que debían ser para mí, dejaba de comer él para que yo no pasara hambre... ¡qué digo! Dejaba de comer un durazno que podía ser su única comida del día, solo para que yo me sacara el gusto de comer algo dulce luego de haber almorzado en abundancia y tener la panza llena. Me cuidó en mis enfermedades mejor que mi madre y tantas otras cosas que ya he contado... Solo cosas buenas... eso me dio siempre y me sigue dando... a pesar de todo. Incluso me sigue disculpando ante todos por su odisea en la montaña, sigue insistiendo en que fue su culpa por haberme desobedecido... él se perdió... no fue que yo lo abandoné... jamás podría pensar él que yo fuera capaz de una cosa así... ¿Cómo no querer que por todos los medios semejante episodio desapareciera? ¿Cómo no querer que eso jamás hubiera acontecido? Era una carga muy pesada para mí... y cuanto más lo pensaba, más horrible me parecía... Cuánto más lo veía a él en ese trance, más dulce, delicado y puro me parecía y más monstruoso me veía a mí mismo. Cuanto más parecido a Keisuke lo encontraba, más lejano me veía yo de Satori. Satori... ahora me estaba dando cuenta de por qué me molestaba tanto. Satori me restregaba en mis propias narices lo monstruoso que yo era. Satori era como un dedo acusador ante las deidades que con su sola presencia, sin siquiera contar sus palabras, decía que yo soy un ser... despreciable... un ser con el mayor pecado que en ese momento podía concebir: el de ingratitud.

Las Siete CampanasWhere stories live. Discover now