Capítulo 1

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 Siempre había creído que todo esto sucedió al inicio de los tiempos pero ahora sé que no fue así. He aprendido que el Tiempo se había iniciado mucho antes. Mi creencia no era solo mía sino que la compartía con el resto de mi pueblo porque así se nos venía enseñando desde niños y por innumerables generaciones; y no parecía haber nada que la pusiera en tela de duda pues a simple vista concordaba con la observación llana de los fenómenos. Sin embargo, aunque todo esto no hubiera sucedido al inicio de los tiempos, desde cierto punto de vista podría considerarse que así fue, dependiendo de a cuál tiempo uno se refiera. Y en este caso, bien pudiera afirmarse que sucedió al inicio de los tiempos de la humanidad, aunque los «tiempos», o el Tiempo en general, hubieran iniciado mucho, mucho antes. Por lo menos eso fue lo que nos enseñó durante no sé cuántos días, a veces hasta bien entrada la noche, el ermitaño... pero... no fue sólo eso. Gran verdad encierra el refrán que dice «No hay peor ciego que el que no quiere ver».

Hiroshi y yo habíamos salido a cazar como acostumbrábamos desde niños. Siguiendo a una pequeña cabra montés, ágil y escurridiza como pocas veces habíamos visto, comenzamos a subir la montaña no obstante saber que lo teníamos prohibido; pero cuando se tienen diecisiete años, uno ya se cree hombre y dueño del mundo, y esas prohibiciones, cuando se le ordenan a uno en seco, sin que se dé ninguna razón de sustento, son las primeras que uno decide desafiar. Pero debo decir que quien tenía esa edad era yo, dado que Hiroshi era un poco más de un año menor. Fue así que esa mañana, descubrimos la cueva del ermitaño y a él sentado meditando en su entrada. A pesar del ruido que hicimos al llegar y de saludar y disculparnos por la intromisión, el anciano no se inmutó. Estaba haciendo bastante frío y aún más por estar muy alto en la montaña, sin contar las ráfagas heladas que surcaban de un lado a otro y se arremolinaban entre las rocas, la cueva y los arbustos como sin saber a dónde ir.

Hiroshi y yo nos miramos extrañados y a la vez maravillados, pues el anciano estaba cubierto apenas con un ligero manto del color del azafrán y no daba muestras de sentir el frío inclemente que a nosotros nos calaba hasta los huesos, a pesar de venir bien abrigados. Los pocos rastros de la nevada del día anterior se mostraban como parches blancos aquí y allá, aunque compartían el espacio con unas pequeñísimas plantas con flores amarillas, hecho que me hizo notar también Hiroshi con un leve toque de su codo y una silenciosa señal de su cabeza. Eso también nos pareció extraño, incluso, portentoso. Ninguno de los dos había visto nunca tales flores abajo en el valle y menos, creciendo entre la nieve.

Sin hacer ruido para no molestarlo, decidimos volver sobre nuestros pasos. Cuando habíamos puesto una distancia prudencial, detuve a Hiroshi tomándolo de un brazo.

—Hiroshi... ¿qué crees tú que signifique todo eso? —le pregunté verdaderamente intrigado.

—Si no lo sabes tú, menos yo —me contestó con su habitual humildad.

—¿Habías visto antes algo así?

—Siempre estoy contigo, Takeo... ¿cómo podría ser posible que yo vea algo que tú no?

—Pero, ¿tampoco te lo ha contado nadie? Alguien que lo haya visto o que lo hubiera oído por un relato que también le contaran... no sé.

—No, nunca, Takeo. Estoy tan asombrado como tú.

—Es un anciano y de edad muy avanzada... y no siente este frío horrible... y las flores en la nieve... ¡flores, Hiroshi, flores! —le dije mientras mi sorpresa se iba transformando en una especie de entusiasmo.

—Yo también lo vi, Takeo; y ya te dije que estoy tan maravillado como tú.

—¡Volvamos! —exclamé sin pensar.

—¿Qué? Takeo... ¿no te parece que pueda ser... inapropiado? —me preguntó con temor a contradecirme.

—No lo molestaremos, Hiroshi. Nos sentaremos en silencio ante él hasta que despierte.

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