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La música electrónica retumba en mis oídos y, pese a que llevo aquí alrededor de una hora, sigue provocando en mí lo mismo: esa sensación en el pecho

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La música electrónica retumba en mis oídos y, pese a que llevo aquí alrededor de una hora, sigue provocando en mí lo mismo: esa sensación en el pecho. Esas ganas de mover el cuerpo. De estar ahí abajo, en la pista de baile, escabulléndote de la mano de una mujer. Pero no cualquiera. Solo una en específico.

Una de cabellos largos y bonitos ojos castaños. Una con la sonrisa más vibrante que he visto en mi vida, a la que los labios siempre le saben a chicle de fresa y huele como a frutas cítricas y dulces...

Una en la que no he dejado de pensar desde que abandonó el apartamento hace unas horas.

Si puedo ser sincero conmigo mismo, no he dejado de pensar en ella desde hace mucho tiempo. Más del que me gustaría.

El asunto con Andrea Roldán, es que me vuelve loco. Me saca de mis casillas. Me vuelve descuidado y torpe; y, al mismo tiempo, hace que quiera cosas que implican demasiados riesgos. Voy en caída libre y necesito detenerme.

Ahora mismo.

Un suspiro largo se me escapa y doy un trago largo al whisky que pedí hace un rato. El calor que me provoca en la garganta es bien recibido y se asienta en mi tráquea como brasa ardiente, pero no es desagradable.

No puedo decir que estoy borracho a morir, pero he bebido lo suficiente como para no poder conducir. Tendré que volver a casa en taxi.

Julián y sus amigos ríen a mis espaldas y yo me acerco a la barandilla del palco exclusivo que mi hermano ha reservado para su festejo. Luces de colores bailan al ritmo de una canción que creo haber escuchado en el coche, gracias a Andrea y, de pronto, me encuentro pensando en ella.

Una vez más.

Otro suspiro. Otro trago largo a la bebida.

Decenas de personas se mueven y bailan allá abajo; desinhibidos, alcoholizados... Y yo no puedo evitar desear estar en casa pronto.

Una chiquilla —amiga de Julián— vuelve a acercarse a tratar de hacerme compañía, pero, luego de escucharla cortésmente durante unos minutos —y de beberme el contenido de mi vaso a una velocidad alarmante—, me excuso con el pretexto de ir por otro trago.

Julián no ha dejado de integrarme en la conversación de sus amigos y, cuando menos lo espero, me encuentro haciendo bromas mordaces e irónicas con él respecto a la nula capacidad de nuestro padre de mantener la polla dentro de los pantalones.

Al cabo de un rato, uno de sus amigos llega a la mesa con una caja repleta de condones que lanza a diestra y siniestra en dirección al cumpleañero.

Julián me lanza uno de los que sostiene a puños entre los dedos y me grita, para hacerse oír sobre el ruido de la música:

—Para que no repitas la historia de papá.

La sonrisa ladeada en mis labios es un reflejo de la suya, y tomo su oferta antes de agradecer con humor y guardarme el cuadro de aluminio en el bolsillo trasero de los pantalones.

De nuevo tú ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora