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Las puertas del elevador se abren justo cuando Bruno termina de acomodarse el cinturón en su lugar

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Las puertas del elevador se abren justo cuando Bruno termina de acomodarse el cinturón en su lugar. Una ligera sonrisa tira de las comisuras de mis labios mientras trato, con respiraciones profundas, de detener el latir desbocado de mi corazón.

Don Tomás —el intendente del edificio— y José Luis se encuentran ahí, de pie frente a nosotros y, durante unos segundos, el silencio es tenso. Entonces, Bruno, con ese tono aburrido que suele utilizar y que me saca de quicio, dice:

—Discúlpennos. La señorita no tiene autocontrol y presionó el botón de emergencia del ascensor.

De inmediato, disparo una mirada hostil en su dirección y farfullo una protesta mientras, con una sonrisita boba, Bruno me pone una mano en parte baja de la espalda y guía mi camino fuera del ascensor.

Mientras avanzamos, siento cómo la ropa interior mal acomodada debajo de los vaqueros se enrosca un poco más y aprieto los dientes, al tiempo que una nueva clase de vergüenza me embarga.

—¿Qué ocurre? —Bruno inquiere, curioso, mientras llegamos al estacionamiento, al espacio donde se encuentra aparcado su coche. Es en ese momento que me percato de la sonrisa que tira de las comisuras de los labios.

—Pensaba en que... —me relamo los labios—, la próxima vez me pongo una falda.

Una risotada se le escapa mientras me abre la puerta del copiloto.

—Eso podría ayudar —dice.

Cuando se instala en el asiento a mi lado y enciende el auto, mi teléfono se conecta en automático al Bluetooth. Un gemido quejumbroso sale de sus labios en el instante en el que hago un bailecillo ridículo y busco en mi teléfono por una canción.

There's Nothing Holding Me Back de Shawn Mendes inunda los auriculares del vehículo y, de pronto, me encuentro cantando de manera desafinada las bonitas florituras que él entona.

Bruno conduce en silencio, como ha hecho todos los días desde hace una semana.

Una mirada de soslayo me permite ver el ángulo obtuso de su mandíbula recién afeitada y, sin más, recuerdos de hace apenas unos minutos me embargan por completo.

Un escalofrío me recorre entera cuando, de pronto, me veo ahí, en el elevador, accediendo a sus caricias urgentes. Al reto implícito que dejé flotando en el desayuno. Ese en el que él se jactaba de poder hacerme perder la cabeza en unos minutos y yo decía dudarlo en demasía.

Estaba equivocada.

De alguna manera, Bruno Ranieri se las arregló para, en cuestión de diez minutos, convencerme de tener sexo en el ascensor del complejo habitacional y, no conforme con eso, se las arregló para conseguir eso mismo que prometió que haría.

Mi vientre se atenaza cuando el recuerdo de sentirlo hundirse en mí para luego presionar el botón de emergencia y detener el ascensor de golpe me embarga.

De nuevo tú ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora