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Las manos me tiemblan mientras, metódicamente, extiendo el edredón —que hacía muchísimo no utilizaba— sobre el sofá cama del teatro en casa

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Las manos me tiemblan mientras, metódicamente, extiendo el edredón —que hacía muchísimo no utilizaba— sobre el sofá cama del teatro en casa.

El ardor que tengo en la garganta apenas me permite respirar con normalidad, y he pasado la última media hora tratando de contener las lágrimas impotentes y furiosas que me empañan la mirada.

Siento el corazón como un trozo de carbón caliente que me escuece el pecho hasta hacerme imposible concentrarme en nada más que en eso.

Me siento ridícula. Absurda por la forma en la que estoy reaccionando y, al mismo tiempo, me siento tan miserable y molesta, que apenas puedo estar en mi propia piel.

El sonido de los pasos provenientes de las escaleras hace que me tense de pies a cabeza. Afortunadamente, le doy la espalda a la escalinata, así que no tengo que encarar a Bruno cuando se detiene en la entrada del lugar.

Lo primero que hizo al llegar —luego de escupirme en la cara que debía aclararle al portero que no somos nada—, fue encaminarse hasta la habitación y encerrarse en el baño.

No recuerdo qué fue exactamente lo que hice después de eso. Lo único que sé es que, cuando me di cuenta, ya me encontraba en el vestidor, poniéndome un pijama limpio y tomando todo eso que utilizaba cuando dormía en el teatro en casa: un edredón, una cobija, una sábana y una almohada.

Luego, antes de que Bruno saliera de la ducha, me escabullí fuera de la estancia y comencé a trabajar en el lugar en el que planeo dormir esta noche.

—¿Qué estás haciendo? —La voz del hombre a mis espaldas me envía un escalofrío por la espina, pero me las arreglo para entretenerme unos instantes más acomodando los cojines sobre el sofá-cama.

—Me alisto para dormir —replico, al cabo de un rato, seca y lacónica.

Silencio.

—Andrea, estás exagerando. Yo solo...

—¿Estoy exagerando? —Lo corto de tajo, al tiempo que giro sobre mi eje para encararlo. Tengo los ojos entornados en su dirección en un gesto incrédulo y, sintiéndome cada vez más molesta, escupo—: Bruno, me pediste, de muy mala manera, debo decir, que le aclarara al portero del edificio que no somos nada. ¡Al condenado portero! —Bufo y permito que un par de lágrimas enfurecidas se deslicen por mis mejillas—. ¡Como si el señor tuviese la obligación de saber un carajo respecto a nuestra vida personal!

Aprieta la mandíbula.

Viste un chándal y nada más y lleva el cabello húmedo por la ducha que acaba de tomar.

—No somos nada —dice y no sé por qué sus palabras me hieren tanto como lo hacen.

—Eso ya lo sé.

—No parece. —Él sacude la cabeza y la confusión que me provocan sus palabras solo se mezcla con el enojo que ha comenzado a hervirme en la sangre.

De nuevo tú ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora