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El correo electrónico de la secretaria de Armando Lomelí está tan repleto de información que no sé ni siquiera por dónde empezar, y la verdad es que tampoco he podido concentrarme como me gustaría porque no puedo dejar de pensar en Andrea

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El correo electrónico de la secretaria de Armando Lomelí está tan repleto de información que no sé ni siquiera por dónde empezar, y la verdad es que tampoco he podido concentrarme como me gustaría porque no puedo dejar de pensar en Andrea.

Llegados a este punto, me siento frustrado e irritado. Me siento fuera de mí. Con Andrea no soy capaz de reconocerme y eso no me gusta. Es peligroso.

Un suspiro se me escapa y me llevo el índice y el pulgar al hueso de la nariz para presionarlo con firmeza.

Es inútil. No puedo concentrarme. Ni siquiera el trabajo urgente es capaz de arrancarme a esa mujer del pensamiento y casi quiero estrangularme por ello.

Pienso en sus palabras. En lo que me pide y las emociones encontradas me invaden de inmediato una vez más. No quiero una relación. Jamás he tenido una y no sé si está en mí el tenerla. No quiero convertirme en mi madre; pero, sobre todo, no quiero convertirme en mi papá.

En un hombre incapaz de mantener una promesa. Un patán capaz de mentir y lastimar a todos a su alrededor solo porque no puede tomarse un matrimonio —o cualquier clase de compromiso— en serio.

No quiero hacerle eso a ninguna mujer. Mucho menos si esa mujer es Andrea.

El chasquido que hace el cerrojo de la puerta al abrirse me trae de vuelta al aquí y al ahora, y alzo la vista de golpe.

En ese momento, todo pensamiento coherente se fuga de mi cabeza.

Durante un segundo, creo que estoy alucinando. Que una de mis más recónditas fantasías se ha materializado frente a mis ojos solo para torturarme; sin embargo, cuando parpadeo un par de veces y veo que no se ha ido, un nudo de anticipación se aprieta en mi estómago.

Mis ojos barren por la extensión del cuerpo de Andrea y el mío responde de inmediato ante lo que ven.

El vestido negro que lleva puesto se aferra a sus caderas y su cintura, y termina justo en el lugar en el que las medias largas que lleva puestas acaban. El cabello húmedo le cae desordenado sobre los hombros y el sonrojo en sus mejillas le da un aspecto inocente y provocador al mismo tiempo.

Me quedo quieto, abrumado, mientras ella avanza con lentitud en mi dirección. Confusión y curiosidad me invaden en partes iguales y quiero preguntarle qué carajos pretende. Por otra parte, quiero ver hasta dónde va a llevar este juego que no entiendo, pero que hemos empezado a jugar ambos.

Decido, entonces, que soy curioso y me reclino en el respaldo de la silla en la que me encuentro, mientras que me llevo una mano a la barbilla y arqueo una ceja en un gesto arrogante.

Ella no vacila ni se detiene, así que empujo la silla hacia atrás con desgarbo cuando rodea el escritorio para quedar de pie justo frente a mí.

Desde este ángulo, tengo que alzar la vista para encararla, pero, de alguna manera, me las arreglo para lucir socarrón y descarado cuando, sin más, le sonrío.

De nuevo tú ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora