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Siempre idealicé la primera vez que intimaría con un hombre

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Siempre idealicé la primera vez que intimaría con un hombre.

A mis dieciséis, me visualizaba en mi noche de bodas, vestida de blanco, con la figura de mi flamante novio sin rostro llevándome a cuestas hasta el lecho nupcial.

Cuando empecé a salir con Arturo —porque así de corta y patética es mi vida romántica—, la fantasía siguió siendo la misma; en ese entonces, sin embargo, el novio —ese de mi fantasía—, tenía un rostro: el suyo.

Después, cuando Arturo y yo nos comprometimos y sugirió la posibilidad de hacerlo antes de que nos casáramos, las fantasías y las posibilidades se expandieron.

Lo cierto es que la perspectiva de la intimidad siempre me causó terror. Crecer bajo un yugo moralista, recatado y ortodoxo hizo que jamás se me hablara sobre sexualidad e intimidad de pareja. Mi madre nunca tuvo La Conversación conmigo y, cuando tuve edad para atraer la atención de los chicos, se encargó de llenarme la cabeza con pensamientos horribles acerca de embarazos no deseados y crianza parental en solitario. A eso, se le sumaron un centenar de restricciones y reglas de recato y pudor que hicieron de mí la mujer más insegura e inexperta en el campo.

Para cuando Arturo llegó a mi vida, yo le tenía el miedo suficiente a las relaciones sexuales como para petrificarme por completo ante la sola idea de estar con un hombre. Literalmente, mi cuerpo entero se tensaba a tal grado que cualquier clase de intento era una tortura agonizante. El dolor era insoportable y no podía continuar más.

Y traté. Traté hasta el cansancio. Y me sentí como la mierda cuando fracasé todas y cada una de esas veces. Creía que había algo malo en mí. Que jamás iba a ser capaz de estar con alguien sin pasar por una agonía en el proceso.

Luego, en terapia, cuando se lo conté —entre lágrimas desesperadas— a la psicóloga, entendí que no había absolutamente nada mal conmigo. La doctora Torres se comprometió a ayudarme a superar mi tormentosa relación con Arturo y mis padres, siempre y cuando yo me comprometiera conmigo misma a hacer lo mismo: a ayudarme y tenerme la paciencia suficiente como para no culparme de nada.

Así pues, luego de muchos estudios, visitas con especialistas y una exhaustiva evaluación psicológica, los médicos llegaron a la conclusión que lo mío no tenía nada que ver con mi cuerpo. Lo que ocurre conmigo, me lo hago a mí misma. Me lo hace mi cabeza. Mis prejuicios. Mis terrores.

La psicóloga se lo atribuye a la crianza ortodoxa y religiosa a la que fui sometida. A la manera tan escandalosa en la que se me presentó el sexo y a mis propios miedos infundados. Me dijo que era algo que sucedía con más frecuencia de la que se cree y que es tratable.

Lo llamó vaginismo selectivo, porque puedo tocarme a mí misma sin problema alguno, pero esas veces que intenté intimar con Arturo, me fue imposible —aunque, cuando estaba con él, yo todavía no iba a terapia.

La realidad de las cosas es que nunca tuve el valor de intentar estar con alguien nunca más. Al principio, porque me aterraba —pese a que había empezado a tratarme—; luego, porque me daba vergüenza mi inexperiencia. Porque era... No... Soy. Soy una virgen de veintiséis años. Una mujer que le tiene tanto miedo a la intimidad, que prefiere dejarlo estar a lanzarse al vacío e intentarlo.

De nuevo tú ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora