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Hoy salí temprano del trabajo

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Hoy salí temprano del trabajo.

Dormí tan poco y estoy tan cansada, que la sola idea de hacer horas extras me pareció inconcebible. Por eso, opté por tomar mis pertenencias a la hora de salida de mi turno, y encaminarme hacia el fraccionamiento en el que vivo ahora.

Luego de una parada en la fiscalía para firmar ese papel que acredita que no he huido de la ciudad —o del país— y de una breve visita al supermercado, llego al apartamento, feliz de estar antes de las ocho en casa.

Cuando llego, cocino una pasta que vi en un video de Tasty que se veía deliciosa y ceno en el lugar en el que dormí, entre cojines mullidos y algunos capítulos de Dark —que he empezado a ver tres veces porque no logro entenderla del todo—. Cuando termino, decido hacer un poco de organización.

Luego de otra inspección exhaustiva al apartamento y de asegurarme de que no hay otra habitación, decido guardar mi ropa en el armario inmenso de la recámara principal. Siempre respetando —por supuesto— el espacio que Bruno ha ocupado.

Si él dormirá aquí, tendrá que permitirme usar la ducha y el vestidor. Es lo menos que puede hacer luego de hacerme dormir —prácticamente— en la sala.


Cuando acabo de ordenar la mayoría de mi ropa, me meto en la ducha y me doy un baño rápido, solo porque no quiero estar aquí cuando Bruno llegue. Al terminar, pongo un poco de café en la cafetera y me pongo a leer en la sala hasta que puedo servirme una taza.

Es casi medianoche cuando vengo de regreso con mi segunda taza y la puerta del ascensor de abre. La impresionante imagen que aparece delante de mis ojos me deja sin aliento unos instantes y me maldigo internamente. Me maldigo una y otra vez porque no puedo creer que esté aquí, babeando como una idiota por el tipo más odioso que he tenido la oportunidad de conocer.

Bruno Ranieri se detiene en seco cuando se percata de mi presencia y sus ojos me barren de pies a cabeza. Llevo una remera que me va grande, mi short de arcoíris, una taza con café en una mano y una novela de Paula Hawkins en la otra.

Él, contrario a mí, luce demasiado acicalado. Lleva el cabello perfectamente estilizado, una fina capa de bello facial le cubre la mandíbula y se ha puesto un traje azul marino que parece hecho a medida. En una mano, lleva un maletín y en la otra, un iPhone.

—Hay pasta con pollo en la nevera —digo, porque si voy a tener que habitar este lugar con él aquí, lo mejor es llevar la fiesta en paz—. Y café en la cafetera.

No responde, solo me mira fijamente mientras, sin esperar a que diga nada, me encamino hacia el espacio del departamento del que me he apropiado.

Pasa alrededor de media hora antes de que el sonido del chapoteo me haga ponerme de pie y asomar la cabeza desde el ventanal hasta tener un vistazo de la terraza y la alberca.

Una figura se mueve con gracia debajo del agua y sale del otro lado. Bruno Ranieri está allá abajo, en traje de baño; y yo estoy aquí arriba, como la acosadora que cree que soy, mirándole a hurtadillas.

De nuevo tú ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora