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No sé muy bien qué es lo que me despierta

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No sé muy bien qué es lo que me despierta. Quizás es el halo suave que hace la puerta del vestidor al abrirse y cerrarse. Quizás es simplemente que siempre, pese a que trata de ser discreta —incluso cuando se alista afuera—, soy capaz de sentirla a mi alrededor.

Pese a que hace mucho que se terminaron las serenatas matutinas y los despertares abruptos, de alguna forma, la siento a mi alrededor cuando entra por algo que ha olvidado. Por muy sigilosa que trate de ser, Andrea Roldán siempre es un torbellino.

Abro un ojo, en el intento de verla, pero me toma unos segundos acostumbrarme a la iluminación y tener un vistazo de ella.

Lleva el cabello —largo y oscuro— húmedo y viste unos vaqueros entallados, y un suéter delgado que le queda grande. Me da la espalda mientras, de puntillas, se dirige hacia la salida de la habitación. Casi ruedo los ojos al cielo ante lo ridícula —y, de alguna manera, dulce— que luce.

Me incorporo en una posición sentada, aún soñoliento y me froto la cara y me rasco la cabeza con ambas manos antes de hablar:

—Te llevo. —La voz me sale ronca por la falta de uso y ella pega un salto en su lugar de la impresión.

Está claro que la tomé con la guardia baja y, aun así, se gira sobre sus talones con gracia y me encara.

—Me asustaste —dice, sin aliento, y me froto los ojos una vez más antes de echarle otro vistazo.

Luce caliente como el infierno, pero no estoy muy seguro del motivo. Quizás solo soy yo y esta sensación que me provoca el ser consciente de lo que hicimos anoche.

Hay una mancha rojiza en su mandíbula —que claramente ha tratado de cubrir con maquillaje—, seguramente, provocada por mis labios; y, de alguna manera, me siento victorioso. La parte territorial en mí no deja de golpearse el pecho, cual gorila mostrando su dominio.

De manera inevitable, uno a uno los recuerdos van invadiéndome y, sin más, me encuentro dibujándola debajo de mí. Sobre mí. Con las piernas abiertas, el camisón arrugado en la cintura, los lentes en la punta de la nariz, los labios entreabiertos y las mejillas sonrojadas.

—¿Llevas mucha prisa o puedo ir al baño antes de irnos? —digo, al tiempo que, plenamente consciente de mi desnudez —y de que estoy poniéndome duro una vez más—, me pongo de pie sin pudor alguno.

Ella me mira y se ruboriza por completo.

Justo como anoche.

—No es necesario que me lleves —dice, al tiempo que me mira a los ojos y me regala una sonrisa amable.

Dándole un poco de tregua al color intenso de su rostro, me envuelvo en las sábanas y, luego de darle vueltas a sus palabras un par de veces —para distraerme del hilo lujurioso que habían estado tomando mis pensamientos—, respondo:

—No. No es necesario. —La miro a los ojos, incapaz de comprender del todo lo que siento—. Pero quiero hacerlo.

Algo dulce —y aterrador— se apodera de su mirada y, de pronto, soy consciente de lo que acabo de decir. De cada palabra.

De nuevo tú ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora