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Estoy sentada sobre la cama en la que Bruno duerme, en un camisón de dormir que, si bien es delgado —y muy

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Estoy sentada sobre la cama en la que Bruno duerme, en un camisón de dormir que, si bien es delgado —y muy... muy... revelador— ni siquiera es tan cómodo como aparente. Para mi mala suerte, es esto o unos vaqueros... o un vestido de noche porque no tengo nada de ropa limpia todavía.

Me digo a mí misma que, cuando me ponga el cárdigan que tengo entre los dedos —ese negro que me regaló mi tía Ofelia la navidad pasada y que me llega hasta las rodillas—, no me sentiré tan expuesta.

La cosa es que no estoy lista para salir de la habitación y encontrarme de frente con Bruno.

Había estado haciendo un excelente trabajo evitándome y, ahora que sé que está allá afuera, no sé si estoy lista para enfrentarlo. Para mirarlo a los ojos y pretender que su silencio no me hizo añicos el orgullo y la dignidad.

No sé qué esperaba que pasara luego de nuestro contacto de la última vez, pero, definitivamente, no era lo que sucedió. Supongo que una parte de mí —esa que sigue siendo una soñadora y una romántica empedernida— esperaba que Bruno me cerrara la boca. Que me demostrara que, después de todo, no lo conozco lo suficiente y que es de esa clase de hombre que es capaz de no huir despavorido luego de un beso.

Pero la realidad es que Bruno Ranieri no es un príncipe azul. Es más bien una rana... No... Un sapo. Uno peligroso, venenoso e indeseable. Uno que evitó todo contacto conmigo durante una semana entera. Que ni siquiera se molestó en enviarme un mensaje para que no lo esperara despierta, y me dejó un justificante médico como pago por la sesión de besos intensos que nos dimos horas antes.

Durante los días siguientes, le envié un par de mensajes escuetos —que realmente necesitaban ser enviados—, con la esperanza de obtener una reacción. Lo único que conseguí fueron un par de mensajes lacónicos de regreso y una dignidad aún más lastimada —si es que eso es posible—. Es por eso que esta noche, luego de que bajé del auto de Karla y su novio y recibí su mensaje, me molesté tanto.

No me cabe en la cabeza cómo diablos es que tuvo la osadía de escribirme —como si nada hubiese pasado— para preguntarme si quería que saliera a esperarme con un paraguas.

Una punzada de ira me atraviesa de lado al lado y aprieto la mandíbula.

Ese hijo de...

Un suspiro largo se me escapa y cierro los ojos, al tiempo que niego con la cabeza. Trato de decirme que no vale la pena. Que Bruno Ranieri resultó ser otra clase de patán. Una distinta a la de Arturo; pero patán al fin y al cabo.

Con ese pensamiento en la cabeza, me obligo a ponerme de pie y a colocarme el cárdigan encima. Luego de que lo hago, me miro en el espejo solo para cerciorarme de que nada de lo que hay debajo puede verse y hago un par de movimientos de precaución, solo para ver si es capaz de ponerme en apuros si se mueve demasiado.

Cuando me aseguro de que todo está en orden, salgo de la habitación —con los lentes en una mano y mi cepillo para el cabello en la otra— hasta llegar a la sala.

De nuevo tú ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora