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El teléfono vibra en el bolsillo trasero de los vaqueros que llevo puestos, pero no es hasta que pido permiso de ir al baño —diez minutos después—, que veo el mensaje de texto proveniente de un número desconocido:

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El teléfono vibra en el bolsillo trasero de los vaqueros que llevo puestos, pero no es hasta que pido permiso de ir al baño —diez minutos después—, que veo el mensaje de texto proveniente de un número desconocido:

«Este es mi número. Soy Bruno».

La sonrisa inmediata que se dibuja en mis labios cuando leo el texto escueto, es casi ridícula y me reprimo internamente por ello. Pese a eso, no puedo dejar de hacerlo. El gesto idiota que tengo en los labios es casi tan bobo como las ganas que tengo de ponerme hacer un pequeño baile aquí, en medio del baño de empleados, con el espejo de pared a pared como único testigo.

Esta mañana, antes de venir a trabajar, le dejé mi teléfono apuntado en una nota sobre la isla de la cocina. No esperaba que lo viera. Mucho menos, que se tomara la delicadeza de guardarlo y mandarme un mensaje; pero, ahora que lo ha hecho, no puedo dejar de sentirme como si fuese una adolescente que acaba de recibir un mensaje de alguien interesante.

Es un mensaje de alguien interesante. Me dice el subconsciente, pero me obligo a ignorarlo.

Anoche, luego de que Bruno me mirara engullir los tacos que —sospecho, porque no lo admitió, por más que presioné para que me lo dijera— compró para mí, nos fuimos a dormir sin mediar muchas palabras. Y, esta mañana, pese a que no me lo pidió, decidí dejarle mi teléfono. Solo por si alguna vez vuelve a ocurrir lo de ayer por la noche.

Me muerdo el labio inferior, ante la perspectiva de él estando preocupado por mí, pero me obligo a descartar el pensamiento tan rápido como llega porque se siente ridículo. Bruno Ranieri, ni en un millón de años, sería capaz de verme de esa manera.

Con todo y eso, la adolescente soñadora que fui no deja de sentirse realizada al verlo en mi ventana de chats.

Sonrío, a pesar de que no debería sentirme tan entusiasmada y comienzo a teclear en el aparato. Me las arreglo para mantener la compostura mientras lo hago.

«Lo usaré sabiamente. 
Aprovecho para avisar que llego tarde hoy también».

Luego de cerciorarme de no sonar demasiado interesada en mi mensaje, me echo a andar de vuelta a mi puesto.

A la hora de la comida, tengo otro mensaje de Bruno y una llamada perdida de Sergio. Primero leo el texto:

«¿Trabajas hasta tarde?».

Suspiro.

No tengo alternativa si quiero poder pagarle a Guzmán.

En su lugar, tecleo:

«Lamentablemente».

Él responde al cabo de unos instantes:

«Suerte con eso. Debo irme. Te veo en la noche ¿?».

Sonrío y escribo:

«Si es que tienes el privilegio, Ranieri».

Entonces, cierro la aplicación de mensajes instantáneos y le regreso la llamada a Sergio. No duramos mucho al teléfono. Él y Ana están invitándome a bailar a Chapultepec, pero no estoy muy convencida de ir. Pese a que mi amigo me ha asegurado que él mismo me llevará a casa y a que Ana no ha dejado de rogar a gritos desde la distancia por mi presencia en el lugar, no dejo de sentir cierto grado de remordimiento ante la posibilidad de posponer mis horas extras —esas con las que pago los honorarios del licenciado— para mañana.

De nuevo tú ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora