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Hoy es mi cumpleaños

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Hoy es mi cumpleaños. No debería trabajar en mi cumpleaños, pero, de todos modos, iré un rato a la oficina porque cualquier cosa es mejor que estar en el pent-house. Porque, desde que Andrea dio por zanjado lo que teníamos, apenas puedo estar en este lugar.

No me gusta. Me incomoda. Trae imágenes indeseables a mi mente y me hace anhelar cosas que no pueden ser. Ya no más.

Me miro en el espejo, mientras, con un paño húmedo, me retiro el resto del gel para afeitar que me ha quedado en la mandíbula.

Mi teléfono suena y miro la pantalla. Es una excompañera de la universidad, así que no respondo. Mejor, me abotono la camisa y me pongo la corbata.

El teléfono suena con el tono que indica que he recibido un mensaje, pero, sin siquiera molestarme en verlo, me guardo el aparato en el bolsillo de los pantalones y salgo del cuarto de baño.

No sé por qué me siento particularmente irritable hoy. Como si algo dentro de mí se rehusara a pasar por el desfile variopinto que siempre es mi cumpleaños. Como si la sola idea de pasar el día fingiendo que todo está bien fuese inconcebible para mis emociones.

Y tampoco es que me queje de la cantidad de personas que me buscan para desearme lo mejor este día; es solo que últimamente me siento tan hastiado, que no tengo ánimos de fingir que no me siento del carajo.

Por mucho que me cueste aceptarlo, todo esto de la distancia con Andrea me ha provocado un conflicto para el que no estaba preparado.

Estaba tan acostumbrado a su compañía —a su parloteo incesante, sus comentarios mordaces y burlescos, su risa escandalosa y su música pop que no termina de gustarme— que, ahora que todo ha vuelto a ser como era antes, me siento fuera de lugar. Como si no terminase de encajar en ese estilo de vida solitario que llevaba.

Tomo el saco y el maletín en el que llevo la computadora, y me echo un último vistazo en el espejo.

Bien. Digo, para mis adentros, pero lo cierto es que tengo una pinta miserable.

Las bolsas oscuras que me acentúan los ojos solo hacen que me vea más cansado que de costumbre, pero no he podido dormir bien. De alguna manera, termino despierto, a las tres de la madrugada, sin poder cerrar los ojos hasta que faltan apenas un par de horas para que la alarma suene.

Me aparto del tocador y hago mi camino hacia el pasillo del pent-house.

Por favor, que no esté aquí. Por favor, que no esté aquí. Por favor...

Sí. En esto me he convertido. En un cobarde de mierda que le ruega al cielo que Andrea no esté en casa solo para no tener qué enfrentarla. Para no tener que soportar la indiferencia con la que me trata; como si mi presencia a su alrededor le incomodara. O, pero aún, como si ni siquiera le importara.

Entro en la cocina.

Ahí está ella, con la mirada fija unos papeles que sostiene entre los dedos.

De nuevo tú ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora